sábado, 1 de julio de 2017

Éramos unos niños




Tenía uno de los caballos ganadores

                                   
I de II
Nacida el 30 de diciembre de 1946 en el North Side de Chicago, Patti Smith, fuera de los Estados Unidos, es conocida sobre todo por su faceta de cantante de rock desde que empezó a hacer boom después de su primer elepé: Horses (1975). Pero también es poeta, compositora y artista gráfica. En su país, su libro de memorias en inglés Just Kids apareció el 19 de enero de 2010 editado por Ecco; y con traducción al español de Rosa Pérez y el título Éramos unos niños, Random House Mondadori lo publicó en España en junio de 2010 y en México en abril de 2012 con el sello de Lumen. En sus notas preliminares y en los postreros “Agradecimientos”, Patti Smith deja claro que sus memorias giran en torno a su entrañable vínculo con Robert Mapplethorpe, el controvertido fotógrafo nacido en Nueva York el 4 de noviembre de 1946, muerto por el SIDA, a los 42 años, el 9 de marzo de 1989, cuya biografía ha sido crítica y minuciosamente expuesta por Patricia Morrisroe en un volumen publicado en inglés en 1995 y en español en 1996 por Circe Ediciones, con traducción de Gian Castelli Gair.
Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la portada de Just Kids
(Ecco, 2010)
  Ilustrado con 3 dibujos y 27 fotografías en blanco y negro (reproducidas con baja resolución), Éramos unos niños está dividido en cinco capítulos. Patti Smith alude un diario que dejó de llevar poco después de que a fines de septiembre de 1986 se enterara de que Robert Mapplethorpe padecía de SIDA; es posible que dicho diario haya incidido en el ejercicio mnemónico y cronológico que implicó hilar las anécdotas, los datos y fechas que conforman su libro. Pero inextricable a ello se advierte que no en vano pasó el tiempo: sus memorias, ineludiblemente parciales y no exhaustivas, están matizadas y maceradas por la perspectiva y el cedazo, no de una chavala roquera y lectora (con aspiraciones de poeta y artista gráfica) que en el entorno neoyorquino busca afirmase a sí misma entre 1967 y 1979, sino de una mujer culta, serena y creyente que, casi a cada paso de sus recuerdos y relatos, recurre a la cita de un libro, de una película, de un disco, de un músico, de un escritor, de un pintor, de una obra de arte, de una fecha, de un dato histórico, etcétera. De tal modo que tales cultivados condimentos son los que le dan sabor, contraste, sustancia y sustento.

Robert Mapplethorpe y Patti Smith en la portada de
Éramos unos niños (Lumen, 2012)
  Pese a que el punto gravitacional de Éramos unos niños es su relación con Robert Mapplethorpe, sus memorias, narradas en primera persona, mucho tienen de autobiografía y por ende ella es la protagonista. “Nacidos en lunes”, el título del primer capítulo alude la coincidencia de que ambos nacieron un lunes de 1946: Robert de principios de noviembre y Patti de fines de diciembre. Además de las anécdotas personales y sobre la infancia de ambos, tal capítulo casi concluye con el relato de su embarazo, no premeditado, a sus 19 años (fines del verano de 1966) y el hecho de que dio el bebé en adopción. Tal episodio, con su cariz traumático, a mediados de 1967 marca su ida (no huida) de su casa familiar en Nuera Jersey rumbo a Nueva York, donde busca empleo y ser autosuficiente, y donde en torno a la muerte de John Coltrane (murió el 17 de julio de 1967) y otros hechos, conoce a Robert. 

John Colttrane
   
Patti Smith de niña

      “Unos niños”, el segundo capítulo, se denomina así (y por ende el libro) por un incidente sucedido en el otoño de 1967 cuando ambos, ataviados con su “ropa preferida” (“yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero”), pasaron la tarde vagando por Washington Square y la mujer de “un matrimonio maduro”, al ver su facha de “artistas”, le pidió a su marido que les tomara una foto, quien apostrofó: “Solo son unos niños.” Vale objetar que tal calificativo exagera, pues eran unos jóvenes de 20 años que eran pareja y vivían juntos y que Robert ya consumía LSD. Precisamente viajaba en ácido el día del verano de 1967 que se hicieron amigos cuando inesperadamente él la rescató de las garras de un galancete (dizque escritor) que la había invitado a cenar y al parque de Tompkins Square. Por esas coincidencias y premoniciones que signan su libro, Patti Smith, que era cajera de una librería Bretano’s, previamente lo había conocido cuando él compró “un modesto collar de Persia”, el favorito de ella, quien al dárselo le dijo: “No se lo regales a ninguna chica que no sea yo”. El día de tal rescate, luego de un largo paseo, cuando ya era de madrugada y se habían confesado que no tenían dónde dormir, se introdujeron en el departamento de un amigo de Robert donde éste le mostró unos dibujos suyos (signados por otras coincidencias). Al día siguiente ella supo que ya eran pareja. 

   
Robert y Patti en el departamento de Hall Street 160


         Luego de unas semanas en ese departamento en Waverly Avenue, que era  de Patrick y Margaret Kennedy, Patti y Robert se mudaron al número 160 de Hall Street, que fue el primer departamento que compartieron, hasta que las contrariedades los separaron sin que se perdiera su lazo amistoso (fue entonces cuando se desencadenó la homosexualidad de él y su proclividad a hacer collages con recortes de revistas gay). Vale observar que las anécdotas de la separación (y otras) difieren en rasgos y detalles de lo que bosqueja Patricia Morrisroe en su citada biografía de Robert Mapplethorpe. En este sentido, en “Unos niños” Patti dice que después de la Semana Santa de 1969 viajó a París con su hermana Linda (allí fueron músicas callejeras y ella vivió la muerte de Brian Jones, quien murió el 3 de julio de 1969, escribiendo una serie de poemas dedicados a éste donde por primera vez expresó en su obra su “pasión por el rock and roll”) y que al regresar a Nueva York el 21 de julio de 1969 buscó a Robert y lo halló en circunstancias lamentables: “Tenía una gingivitis ulcerosa y fiebre alta y había adelgazado.” Y así enfermo y exangüe, luego de un asesinato ocurrido frente a la puerta del piso donde subsistía, se fueron al astroso y sucio “hotel Allerton de la Quinta Avenida”, donde además de descubrir los “signos de gonorrea” que lo atosigaban, luego de casi una semana, al no tener con qué pagar, salieron huyendo en un taxi rumbo al Hotel Chelsea, prometiéndose no separarse hasta que pudieran valerse por sí mismos.  


Entrada del Hotel Chelsea 




II de II
“Hotel Chelsea”, el tercer capítulo de Éramos unos niños, es el más largo del libro. Según dice Patti Smith, “Cuando nos registramos yo no tenía idea de cómo sería vivir en el hotel Chelsea, pero me di cuenta de que terminar allí había sido un formidable golpe de suerte.” Y vaya que si lo fue, pues además de la legendaria fauna que lo habitaba o que pasó por allí y por su contiguo bar El Quixote y que incidió en su vida y aprendizaje, en ese entorno empezaron a forjar con mayor énfasis las habilidades artísticas que luego desarrollarían. En lo que concierne a Robert Mapplethorpe, obstinado en sus dibujos, en sus objetos y especies de intervenidos ready mades y en sus collages con recortes de revistas gay (ante los que Patti solía decirle que él debería hacer las fotos), y al no lograr que ninguna galería se interesa por exhibir su obra, fue allí, en la suite de Stanley Amos, donde el 4 de noviembre de 1970 montó su primera muestra individual de “collages centrados en fenómenos de feria”. Pero además fue con la Polaroid de Sandy Daley, inquilina del Chelsea y su principal entusiasta, con la que ejercitó sus primeras rudimentarias fotos con visos artísticos.   
Patti y Robert en la escalera de incendios del edificio de la Calle
Veintitrés Oeste donde compartieron un loft sin regadera ni retrete
  Pese a que a fines de mayo de 1970 dejaron el Hotel Chelsea, el período en torno a éste concluye el 20 de octubre de 1972, día que Patti y Robert se fueron del loft (sin regadera ni retrete) que habían rentado en la Calle Veintitrés Oeste. Robert, además de sus andanzas de prostituto y golfillo en bares sadomasoquistas, ya había sido pareja del modelo David Croland y oscuro objeto del deseo de John MacKendry, director de fotografía del Museo Metropolitano de Arte (quien le regaló una Polaroid y le suministró “todo el dinero que necesitaba” para las películas), y por entonces ya era pareja de Sam Wagstaff, riquísimo coleccionista, 25 años mayor que él, quien se convirtió en su principal mecenas por el resto de su vida y por ello le había comprado un loft ubicado “en el número 24 de Bond Street”, sitio al que se cambió. Patti, por su parte, se fue a la calle Diez Este donde Allen Lainer, teclista de un grupo de rock y su pareja, había rentado un departamento. 

Patti Smith en un balcón del Hotel Chelsea
  Abundan las anécdotas sobre cómo Patti Smith va conformando su ruta vinculada al rock and roll, ya como poeta interesada en fusionar la poesía con la música (desde que vio a Jim Morrison), ya como reseñista de discos en revistas de rock, e incluso como letrista y compositora, pues, por ejemplo, al etnomusicólogo Harry Smith, allí en el Hotel Chelsea, tras oír unas “grabaciones [que éste le puso] de los rituales del peyote de los indios kiowa y canciones populares del oeste de Virginia”, sintió una afinidad con tales voces que compuso una canción y se la cantó. Y a mediados de julio de 1970, luego de cubrir el último pago de su primera guitarra, comenzó a ejercitarse con un cancionero de Bob Dylan, hasta que compuso una canción y se la tocó y cantó a Sandy Daley y a Robert Mapplethorpe. Y en agosto de 1970, tras un concierto de Janis Joplin sucedido en Central Park alrededor de dos meses antes de su muerte, Patti Smith la acompañó a su suit en el Chelsea y le cantó una canción que le había hecho, cuya letra se lee en el libro (en inglés y en español).

Janis Joplin en la entrada del Hotel Chelsea
  Y además de que en una suite del Hotel Chelsea vio a un grupo de músicos componer, en torno y con Janis Joplin, las rolas de su último disco, luego, cuando ella inesperadamente murió en Los Ángeles el 4 de octubre de 1970, a sus 27 años, allí mismo en el Chelsea le tocó llorarla con el guitarrista Johnny Winter, con quien un día antes había llorado y recordado la muerte de Jimi Hendrix, muerto en Londres, a los 27 años, el 18 septiembre de 1970, en cuyo sepelio él tocó.

Jimi Hendrix y Janis Joplin
 
Janis Joplin y Johnny Winter
     
Johnny Winter y Janis Joplin
     
Jimi Hendrix y Johnny Winter
         
Cuando a mediados de agosto de 1970 en Nueva York se sucedía la multitudinaria ebullición del Festival de Woodstock, Patti Smith, sin conocerlos personalmente, en el bar El Quixote había visto, entre otros roqueros, a Janis Joplin y a Jimi Hendrix. El 28 de agosto de 1970, previo al vuelo de Hendrix a Londres “para tocar en el festival de la isla de Wight”, tuvo un sorpresivo y breve diálogo con él en las escaleras del Wartoke Concern; según dice, Jimi “Soñaba con reunir a músicos de todo el mundo en Woodstock”. Pero el caso es que en el capítulo cuarto: “Cada uno por su lado”, cuando ya Patti Smith había dado recitales en bares y lugares públicos en los que hacía coincidir la música del rock y la poesía (uno dedicado a Jim Morrison y varios a Arthur Rimbaud), en abril de 1974, cuando grabó su primer single (pagado por Robert Mapplethorpe) lo hizo en Electric Lady, “el estudio de Jimi Hendrix”, y para homenajearlo ella y sus músicos grabaron “Hey, Joe”. En este sentido, dice Patti: “Antes de empezar, susurré ‘Hola, Jimi’ al micrófono.”  
Portada del primer single de Patti Smith grabado
en los estudios de Electric Lady en abril de 1974
  Imposible resumir todas anécdotas, sesgos y detalles que Patti Smith evoca y narra en Éramos unos niños. Baste decir que cuando “el 2 de septiembre de 1975” abrió las puertas del estudio Electric Lady para iniciar la grabación de Horses, su susodicho primer elepé, no pudo “evitar recordar la vez en que Jimi Hendrix se había parado ha hablar con una tímida muchacha”. En el cuarto capítulo, además, narra una serie de minucias que giran y subyacen en torno al celebérrimo retrato que le tomó Robert Mapplethorpe para ilustrar la portada de Horses.

Portada de Horses (1975), primer elepé de Patti Smith
Foto: Robert Mapplethorpe
  Vale añadir, a modo de mínima alusión, que en “De la mano de Dios”, el quinto y último capítulo del libro inicia cuando a finales de septiembre de 1986, residente en Detroit desde 1979 y casada con el guitarrista Fred Sonic Smith, embarazada y con un pequeño hijo, luego de varios años de no ver a Robert Mapplethorpe, pretendía contactar con él por teléfono para que hiciera la foto de la portada de su elepé Dream of Life (1988). Además de los pormenores que narra relativos a la toma de la imagen que lo ilustra, fue entonces cuando supo que Robert “Había estado hospitalizado con una neumonía asociada al SIDA”.



Portada de Dream of Life (1988)
Foto: Robert Mapplethorpe




Patti Smith, Éramos unos niños. Traducción del inglés al español y notas de Rosa Pérez. Iconografía en blanco y negro. Lumen. México, 2012. 304 pp.




Robert Mapplethorpe




Los maricas se están muriendo


Nacido en Nueva York el 4 de noviembre de 1946, Robert Mapplethorpe fue uno de los fotógrafos más notables, snobs, narcisistas y controvertidos del hipócrita, petulante y especulativo mundillo artístico de la jet set neoyorquina de la década de los 80 del siglo XX, cuyo deterioro físico, creciente fama y muerte, a los 42 años (el 9 de marzo de 1989), estuvieron marcados por el SIDA. Esto explica, en primera instancia, por qué Patricia Morrisroe se abocó a investigar y narrar un sinnúmero de pormenores de la vida y obra del fotógrafo, célebre por sus imágenes homoeróticas y del sadomasoquismo gay, por sus fotos de flores y retratos de personajes famosos (Andy Warhol, Patti Smith, por ejemplo). La primera edición en inglés de la biografía Robert Mapplethorpe data de 1995 y de 1996 la traducción al español de Gian Castelli Gair editada por Circe en Barcelona. En el total de la portada se aprecia el autorretrato de 1980 (look de roquero o callejero rebelde de los años 50: chamarra de cuero, copete y cigarro en los labios), que es el que ilustra el total de la portada de su primer libro de retratos: Certain People (Twelvetrees Press, 1985), proyectado, a través de una diapositiva y de un modo monumental, en la fachada de la Galería Corcoran de Washington, como parte de la protesta póstuma, sucedida el 30 de junio de 1989, por la cancelación de la muestra “El Momento Perfecto”, título tomado de La chambre claire (1980), precisamente del pasaje donde Roland Barthes concluye su reflexión en torno a otro autorretrato de Robert Mapplethorpe (el “muchacho del brazo extendido y sonrisa radiante”, de 1975): “el fotógrafo ha hallado el momento perfecto, el kairos del deseo”. Vale observar que en el total de la contraportada de Certain People (Cierta gente) se aprecia otro autorretrato de Mapplethorpe, pero con look de fémina: torso desnudo y con peinado y maquillaje de mujer; y que Susan Sontag, sobre tal libro, escribió un prefacio publicado, en 1985, en el número 49 de la revista española Quimera, cuya portada reproduce un retrato frontal en gris platino, tomado en 1984 por Mapplethorpe, a su modelo de raza negra Ken Moddy, culturista que padecía alopecia, y a quien se le ve con el busto desnudo y los ojos cerrados, sin pelos en las cejas y en el cráneo.  
(Circe, Barcelona, 1996)
   
Fachada de la Galería Corcoran de Washington, D.C. en la que
se proyectaron diapositivas de las fotografía de Mapplethorpe 

como protesta por la cancelación de la exposición El Momento

Perfecto.” (Junio 30 de 1989).
     
Robert Mappplethorpe, Autorretrato (1975)
     
Contraportada y portada de Certain People (Twelvetrees Press, 1985)
     
Quimera 49 (Barcelona, 1985)
         Patricia Morrisroe fue adoptada por Mapplethorpe como su biógrafa oficial, por ello pudo entrevistarlo, ex profeso, 16 veces, “entre septiembre de 1988 y febrero de 1989”. Pero además entrevistó a “varios cientos de personas” que le “facilitaron información sobre su vida”. Consultó libros, revistas, periódicos, catálogos y fotos. Todo ello figura comprimido en su minuciosa, documentada y maniática biografía, implícito o citado. Sin embargo, si bien narra o bosqueja multitudes de entresijos y menudencias que inciden en la comprensión de la vida y obra de Robert Mapplethorpe y su contexto social e histórico, la obra, que es lo trascendente, sólo aparece aludida o descrita. Es decir, la parte iconográfica es mínima y pésima en su reproducción en blanco y negro. Baste recordar que en 1987, el SIDA (padecimiento que le fue confirmado a fines de septiembre de 1986), si bien incrementó su aura maldita (afanosamente cultivada y fermentada por él) y el vertiginoso precio y edición de sus fotos, “durante la última década su obra había aparecido en 61 exposiciones individuales, 5 libros y 15 catálogos”.

Andy Warhol, fotografía de Robert Mapplethorpe
   
Patti Smith, foto de Mapplethorpe para la portada de Horses (1975)
       La biografía urdida por Patricia Morrisroe denota que es una acuciosa investigadora con virtudes narrativas. De hecho, su protagonista parece un perverso y decadente personaje de novela. Es decir, la biografía es amena y riquísima en información, incluso colateral, pero el personaje es de lo más sórdido y repugnante, peor que el poeta maldito Jim Carroll (1949-2009), quien de adolescente se prostituía con hombres para pagarse su adicción a la heroína: drogo (surgido en la eclosión del LSD, de la psicodelia y del movimiento hippie), alimaña gay en los bares sadomasoquistas neoyorquinos, promiscuo en exceso (incluso se prostituyó), casi inculto (nunca fue un buen conversador y sus ponencias orales siempre denotaron sus grandes carencias), interesado, trepador, egocéntrico, racista obsesionado por los negros de baja estofa, mantenido (períodos por Patti Smith, quien incluso, para hacerlo, llegó a robar dinero de la caja de la librería Scribner’s donde era cajera; pero sobre todo mantenido por el coleccionista y curador Sam Wagstaff). Y al final, rico y enfermo, se comporta y exhibe como un dandy, un reyezuelo ególatra y egoísta que hace y deshace a su antojo con la complicidad y el sometimiento de sus colaboradores. 

Robert Mapplethorpe, Autorretrato (1988)

     
Ken y Robert (1984), foto de Mapplethorpe
   
Uno de los primeros collages de Robert Mapplethorpe
     
Brian Ridley y Lyle Heeter (1979)
Foto de Robert Mapplethorpe incluida en Certain People (1985)
          Imposible resumir en una reseña todas las anécdotas y las minucias que la biógrafa narra sobre el artista, ya sea lo que concierne a su sepelio y a su infancia en la modesta y católica casa familiar de Floral Park, Queens; a su paso por el Instituto Pratt (entre 1963 y 1969, donde perteneció a los Pershing Rifles, un grupo militarizado con tildes y poses fascistas, pero nunca obtuvo su licenciatura en diseño gráfico); a su relación con Patti Smith, entre 1967 y 1980, primero como pareja y luego, muy pronto, como amiguetes y compinches, lazo que se interrumpe cuando en 1980 ella se casa por la Iglesia con el guitarrista Fred Sonic Smith (vuelven a verse hasta 1986) y se retira a la vida doméstica después de un apoteósico concierto que en 1979, en Florencia, Italia, reunió a 80 mil fans en torno a ella y su grupo; a sus primeros dibujos; a sus primeros collages con recortes de revistas gay e influjo de Tom de Finlandia; a sus tanteos con la Polaroid cuando vivía con Patti Smith en un diminuto cuarto del legendario e histórico Hotel Chelsea —allí Andy Warhol y su codirector Paul Morrissey habían rodado escenas del filme Chelsea Girls (1966) y en torno al Festival de Woodstock (agosto de 1969) pasaron por allí y por su contiguo bar El Quixote: “Jimi Hendrix, Janis Joplin, los Allman Brothers y Jefferson Airplane” y otros—, donde en la “galería” de Stanley Amos celebra, “el 4 de noviembre de 1970”, su primera muestra individual con doce collages “monstruosos”; amén de que en la primavera de ese año, en la misma habitación de Stanley Amos, había participado en “una muestra colectiva titulada ‘La ropa como forma de arte’”. Y entre muchas otras cosas, lo relativo a su aprendizaje y desarrollo fotográfico vinculado a su drogadicción (con todo tipo de drogas) y a la subcultura de los bares del sadomasoquismo gay neoyorquino, cuyo punto culminante, después de haber deambulado por antros donde se practicaba la coprofagia y el más duro sadomasoquismo, lo representa el Keller’s, un bar al que acudían blancos en busca de aventuras sexuales con negros, que comenzó a frecuentar en 1980 cuando desencadenó su “fiebre negra”, su obsesión por acostarse con negros y fotografiarlos, a los que solía encandilar con dinero y cocaína. Entre ellos descuellan dos: Milton Moore, un desertor de la marina, ignorante, ingenuo, sin un clavo en el bolsillo, del que se enamoró y le sirvió de modelo para famosas fotos: Hombre con traje de poliéster (1980) y el retrato que le hizo en 1981 con vestuario de marino con saludo militar; quien resultó esquizofrénico y posteriormente asesino y confinado en una cárcel de Alabama. Y el otro: Jack Walls, ex pandillero de Chicago, drogo y cleptómano, quien hasta el último momento se dedicó a vivir a expensas del utilitarista de Robert Mapplethorpe, pese a los estragos del SIDA; cuyo Día Mundial de la lucha contra tal enfermedad, vale recordarlo, desde 1988 se conmemora cada 1 de diciembre.     

Milton Moore (1981), foto de Robert Mapplethorpe
  En el entorno neoyorquino, los homosexuales, muchos conocidos por él, caían como moscas, desde que el mal —antes de nombrarse SIDA (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida) y de ser aislado el virus del VIH (esto ocurriría hasta 1984)— a principios de los 80 era conocido como GRID o Gay Related Inmune Deficiency (Inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad). Sólo el avance de su padecimiento interrumpió sus encuentros fortuitos y efímeros con los negros. Aparte de los que fueron su pareja, a quienes daba dinero y mantenía en un departamento, Robert Mapplethorpe solía cazar otros negros, usarlos en su estudio, fotografiarlos y desecharlos; es decir, a través de la cocaína y los dólares, conjuraba vínculos racistas, de poder y sometimiento con negros humildes o desempleados y con un nivel cultural mucho menor que el suyo, lo cual era signado con el epíteto nigger (palabra peyorativa), dicha y repetida como acicate en medio del fragor sexual.  
 
Jack Walls y Robert Mapplethorpe
    Robert Mapplethorpe casi siempre se comportó como un golfillo oportunista que supo utilizar a su favor a mucha gente, no pocos de la jet society neoyorquina y de Europa, lo cual incidía en su aprendizaje, desarrollo y éxito fotográfico. Sus principales mentores fueron: Sandy Daley, cineasta y fotógrafa que también vivía en el Hotel Chelsea, a quien conociera a mediados de 1969 y con cuya Polaroid comenzó a tomar una serie de rudimentarias fotos; amén de que fue ella quien tuteló su injerencia en el Max’s, el bar donde confluía el círculo de Andy Warhol, quien era su arquetipo. John MacKendry, conservador de grabado y foto del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, quien le fue presentado “el 3 de julio de 1971” por David Croland, un modelo blanco que entonces era amante de Mapplethorpe; a través de MacKendry conoció de cerca el acervo del museo y fue éste quien en la Navidad de ese año le regaló una Polaroid (la segunda cámara que tuvo, pues siendo un adolescente de Floral Park, en la Navidad de 1960, su rígido padre católico, quien tenía cuarto oscuro y hacía sus propios revelados, le regaló una cámara Brownie). Y el curador y coleccionista Sam Wagstaff, el más trascendente para Robert Mapplethorpe, a quien conoció en el verano de 1972, pues además de su amante, fue su mecenas de toda la vida: le daba dinero (con lo cual vivía y se drogaba), le compró dos departamentos, le montó un cuarto oscuro y, entre otras cosas, lo nombró su principal y más acaudalado heredero cuando el SIDA lo borró del mapa el 14 de enero de 1987, fortuna que luego fue integrada a la Fundación Mapplethorpe que el fotógrafo ideó, principalmente, para perpetuar su nombre y la especulación de su obra. 
"Apartamento de la calle Veintitrés Oeste que Wagstaff regaló a Mapplethorpe"
     
Sam Wagstaff y Robert Mapplethorpe "en el cenit de su romance"
(Foto tomada en 1974 por Francesco Scavullo)
       Un rasgo relevante es el hecho de que Robert Mapplethorpe nunca reveló sus fotos. Entre 1979 y 1989, el lapso de su creciente fama y bonanza, Tom Baril fue clave en el cuarto oscuro y, por ende, autor de la espléndida calidad de las impresiones en blanco y negro que definieron el estilo del fotógrafo. En 1984, cuando Mapplethorpe quiso experimentar con revelados a base de platino y dado que el laboratorio que utilizaba Tom Baril no poseía el equipo necesario, acudió a Martin Axon, quien elaboró las impresiones que serían exhibidas en mayo de 1985 en la Galería Miller, lo cual estimuló la preparación de 50 fotos “realizadas mediante 14 procesos de impresión distintos, entre ellos serigrafías, litografía y rotograbado”, expuestas, en septiembre de 1984, en la Galería Barbara Gladstone. La colaboración de Martin Axon vuelve a figurar en 1986 cuando Mapplethorpe busca experimentar con la técnica de platino sobre lienzo en grandes formatos. 

 
Foto de Robert Mapplethorpe incluida en su Black Blook
       
Foto de Robert Mapplethorpe
Modelo: Philip Prioleau, quien también murió de SIDA
     
Foto de Robert Mapplethorpe, Black Book
     Muchas veces “el arte va más allá de la estrechez de miras del artista”. Y en el caso de Robert Mapplethorpe, la depurada e impecable estética de sus fotos no sería la misma sin sus colaboradores. Incluso, al final de sus días, diezmado por la enfermedad, son sus colaboradores los que realizan las tomas. Su hermano menor Edward (Ed Maxey) y Brian English “fotografiaban la mayor parte de las naturalezas muertas. Durante años, había sido Dimitri Levas el responsable de seleccionar los jarrones y las flores, así como de organizar la disposición floral. El estilo de Mapplethorpe se había convertido hasta tal punto en un formulismo que al artista le bastaba con dar su aprobación a una prueba mediante Polaroid para delegar el proceso fotográfico en otra persona. ‘Al cabo de algún tiempo, se volvió todo tan esquematizado que era casi como trabajar en una fábrica’...”




Patricia Morrisroe, Robert Mapplethorpe. Traducción del inglés al español de Gian Castelli Gair. Iconografía en blanco y negro. Circe. Barcelona, 1996. 458 pp.




martes, 6 de junio de 2017

El secreto de sus ojos

Las miradas se cargan de palabras

I de II
En la narrativa del escritor argentino Eduardo Sacheri (Castelar, 1967) —Premio Alfaguara de Novela 2016 por La noche de Usina—, su novela El secreto de sus ojos es un best seller, su gallina de los huevos de oro, fulgurante en todos los rincones y resquicios del planeta Tierra. La primera edición (impresa en Buenos Aires por Galerna) data de 2005 y entonces se titulaba La pregunta de sus ojos, que es la sugerente frase con que concluye (abierta a la imaginación del lector). Pero a raíz del masivo y estridente boom del filme dirigido por Juan José Campanella, estrenado en 2009 —con guion del novelista y del director—, ganador del Oscar, en 2010, a la mejor película extranjera (entre otros premios y nominaciones), en algún momento la novela (editada por Alfaguara y elegida por la empresa en su 50 aniversario entre los 50 títulos imprescindibles de su historia) pasó a llamarse igual que la película. Elemental y transparente mercadotecnia biunívoca.  
Primera edición en Debolsillo
México, noviembre de 2015
    Una estrategia de ventas parecida es la utilizada en la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos en Debolsillo, impresa en noviembre de 2015, pues el diseño del frontispicio (con el tautológico y circular sello que refrenda su índole de best seller) reproduce la imagen con que en DVD se comercializó Secret in their eyes (2015), filme dirigido por Bill Ray. Allí se observa una panorámica nocturna de luminosos rascacielos de Los Ángeles, California (época actual), encabezada por los rostros de los actores que lo protagonizan: Julia Roberts, Nicole Kidman y Chiwetel Ejiofor. Y encima de éstos figura un cintillo que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Llevada a la pantalla grande como Secretos de una obsesión”. Lo cual es una reverenda mentira del tamaño de la croqueta del mundo, porque tal filme no es una adaptación de la novela de Eduardo Sacheri, como tampoco lo es la película dirigida por Juan José Campanella. El largometraje de Campanella, hablado con el español de la Argentina y ubicado en un Buenos Aires que oscila entre 1974 y 25 años después, está basado en el libro de Sacheri, pero no es una adaptación en sentido estricto. 
   
DVD de la película El secreto de sus ojos (2009)
      Entre las variantes y diferencias entre la obra literaria y la obra fílmica se pueden enumerar, por ejemplo, varios nombres. El protagonista del filme se llama Benjamín Espósito (Ricardo Darín) y en la novela se llama Benjamín Miguel Chaparro; en la película la abogada (y luego jueza) se llama Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil) y en la novela lleva por nombre Irene Hornos y su itinerario es otro. Quien en el libro provoca la confesión del violador y asesino es Pablo Sandoval (entrañable amigo y auxiliar de Benjamín Chaparro en el “Juzgado de Instrucción en lo Criminal” donde laboran), mientras que en el filme es Irene. En el libro el viudo, en la época de la violación y asesinato de su joven esposa, es alto y rubio, y en el filme tiene el cabello negro y una estatura promedio. En el libro esa joven mujer era oriunda de Tucumán y en el filme de Chivilcoy. Las fotos del matrimonio y de ella antes de casarse con Morales, en la novela éste se propone destruirlas luego de enseñárselas a Chaparro en el bar de la calle Tucumán: “no puedo tolerar ver su rostro sin que ella pueda devolverme la mirada”, le dice; mientras que en la película el viudo las preserva en su casa y las contempla sin descanso porque para él son un íntimo y valioso tesoro; pero en ambos casos del conjunto de fotos Benjamín selecciona varias donde un individuo mira bobalicón y embelesado a Liliana Colotto (él sabe de esos íntimos y secretos menesteres de la mirada porque a sí mismo se ve mirando bobalicón y embelesado a Irene), observación que permite identificar a Isidoro Gómez, que resulta ser el violador y asesino. En la novela el policía Alfredo Báez juega un papel protagónico y muy inmiscuido en las primeras deducciones que arrojan las pistas del caso recabadas por Chaparro, en otras investigaciones detectivescas y en las incertidumbres que ponen en peligro la vida de éste en el contexto de la guerra sucia en 1976 (por ende lo esconde en una pensión y le organiza su viaje y exilio en el Juzgado Federal San Salvador de Jujuy, exilio que se prolonga siete años y donde Chaparro conoce a su segunda esposa), mientras que en el filme desempeña un papel muy secundario, casi decorativo y coreográfico. Y en el desenlace de la trama y en el destino del asesino (y del viudo) hay grandes y trascendentales diferencias entre la novela y la versión fílmica.  
   
DVD del filme Secretos de una obsesión (2015)
      Por su parte, Secretos de una obsesión es una película “Inspirada en la ganadora del Oscar El secreto de sus ojos” —no en la novela—, tal y como se lee al término del filme y en el encabezado de la portada del DVD de la versión con subtítulos en español. Es decir, el argumento de Secretos de una obsesión, con guion de Bill Ray, retoma y reinventa situaciones y planteamientos (e incluso frases) de la película  guionizada por Sacheri y Campanella, pero es otra cosa, una obra distinta, no una adaptación. En ella se suceden dos tiempos ubicados en Los Ángeles, California. Uno se remonta a la época en que ocurrió la violación y asesinato de la hija de la policía Jessica Jess Cobb (Julia Roberts), en el contexto de la propagación de la islamofobia, de la intestina corrupción policíaca impregnada de la psicosis colectiva antiislamista y antiterrorista, secuela del atentado a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York sucedido el 11 de septiembre de 2001; y el otro, el presente, ocurre trece años después, cuando Raymond Ray Kasten (Chiwetel Ejiofor), otrora agente del FBI, dice haber identificado al asesino y promueve su localización y cacería.

II de II
Firmada en “Ituzaingó, septiembre de 2005”, y con una postrera “Nota del autor”, la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos editada en Debolsillo (en noviembre de 2015) se divide en cuarenta y cinco capítulos numerados con arábigos, entreverados por doce capítulos con rótulos. Es 1999, en Buenos Aires, y Benjamín Miguel Chaparro, de 60 años, recién se ha jubilado tras 40 años de labor en Tribunales, 33 de ellos en el quinto piso del Palacio de Justicia (7 en el Juzgado Federal de San Salvador de Jujuy), la mayoría como prosecretario de la “Secretaría n.° 19” del “Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal de Instrucción n.° 41”. Sobreviviente de dos matrimonios sin hijos, en la solitaria comodidad de su casa en Castelar (herencia de sus padres), Chaparro, pese a que no es un escritor de oficio y beneficio, empieza a escribir un libro manuscrito y luego aporreando una arqueológica Remington (facilitada ex profeso de la Secretaría por la jueza Irene Hornos), que resulta ser un libro testimonial (con perspectivas, condimentos y sesgos autobiográficos) sobre un caso que lo impresionó, donde hubo la subrepticia y agresiva violación de una joven y hermosa mujer y su asesinato por estrangulamiento, espeluznante e indeleble escena en el dormitorio de una minúscula vivienda; crimen ocurrido hace 31 años, precisamente la mañana del martes “30 de mayo de 1968”, que “fue el último día en que Ricardo Agustín Morales desayunó con Liliana Colotto”. La joven y modesta pareja estaba casada desde principios de 1967 y vivían en el reducido departamento de una vieja casa de Palermo transformada en conventillo; ella era una maestra de 23 años de edad que ejerció en Tucumán sólo un año (antes de trasladarse a Buenos Aires) y él, de 24, era un cajero del Banco Provincia. 
Eduardo Sacheri
       Signada por su pulsión desenfadada y por su lúdico y florido vocabulario repleto de jerga leguleya, vulgarismos, coloquialismos y modismos característicos o propios del habla argentino, vale decir —sin desvelar todos los pormenores y menudencias de los giros sorpresivos y del carozo de la mazorca— que El secreto de sus ojos, la novela de Eduardo Sacheri, se desarrolla en dos vertientes paralelas, pero que se tocan. Una, la numerada con los números arábigos, es lo que corresponde al contenido del libro que gira en torno a la violación y el asesinato de Liliana Colotto ocurrido la mañana del martes 30 de mayo de 1968, que, con sentido cronológico, va escribiendo Benjamín Chaparro durante once meses en la Remington propiedad de la Secretaría del Juzgado. Cuyas evocativas anécdotas concluyen en 1996, luego de que el jueves 26 de septiembre de ese año, Chaparro recibiera en su Secretaría una carta del viudo Ricardo Morales, a quien no veía desde 1973, precisamente desde la última reunión que tuvo con él en el bar de la calle Tucumán donde solía citarlo; que fue la vez que hablaron de la recién amnistía de los presos políticos decretada el 25 de mayo de 1973 por el presidente Cámpora (en la vida real ese día tomó el poder de su breve período), y que no tan sorpresivamente para el pesimista viudo (su prerrogativa existencial era: “Todo lo que pueda salir mal va a salir mal. Y su corolario. Todo lo que parezca marchar bien, tarde o temprano se irá al carajo.”), puso en libertad a Isidoro Gómez, el violador y asesino de su bellísima esposa Liliana Colotto, preso en la cárcel de Devoto por tal delito del fuero común (y no político), cuya confesión del crimen el jueves 26 de abril de 1972 el propio Chaparro redactó en la misma Remington que 27 años después utiliza para escribir su libro.  

     
Benjamín Espósito y el viudo Ricardo Morales
(Ricardo Darín y Pablo Rago)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
       Las últimas noticias sobre el viudo Ricardo Agustín Morales las tuvo en 1976, cuando “en la estación de Rafael Carrillo”, el día que se marchó rumbo a su exilio de 7 años en San Salvador de Jujuy, habló con Báez, el policía, y éste lo puso al tanto del “testimonio de los viejos de Villa Lugano” (recabado por él), quienes vieron en la madrugada que Morales metía en la cajuela de un auto el cuerpo inconsciente, pero vivo, de Isidoro Gómez. Es decir, el “28 de julio de 1976” Isidoro Gómez desapareció del mapa y esbirros sin escrúpulos hicieron trizas el interior del departamento de Chaparro y le dejaron en el espejo una amenaza: “Esta vez te salvaste, Chaparro hijo de puta. La próxima sos boleta.” Según las indagaciones de Báez, Pedro Romano en persona quiso matarlo porque supuso que Chaparro mató a Gómez. Hipótesis que parece descabellada y exagerada, pues Chaparro, por muy boludo que sea, no carga pistola ni canta esas rancheras (vamos, no mata ni una mosca). El meollo es que Pedro Romano, cuando también era prosecretario de una Secretaría vecina a la Secretaría del prosecretario Chaparro, se hizo enemigo de éste en torno al asesinato de Liliana Colotto, pues por inmoral y corrupto, y apoyado por el negligente policía Sicora, intentó cerrar el caso inculpando a dos albañiles que no tenían nada que ver en el crimen (en ello subyace un dejo xenofóbico y racista, y una belicosa competencia contra su colega). Ante esto, y por la goliza que recibieron los albañiles en la celda, Chaparro lo denunció ante la Cámara y se peleó con él; la denuncia no prosperó por los contactos de Romano (su suegro era entonces un influyente coronel de infantería “en la Argentina de Onganía”, militar golpista que ascendió al poder el 29 de junio de 1966). Y por ende, ya miembro de la corrupta, sucia e impune policía política, fue quien protegió a Gómez en la cárcel de Devoto, lo cual lo ubicó entre los beneficiados con la citada amnistía a los presos políticos que lo puso en libertad el 25 de mayo de 1973. Según las pesquisas de Báez, Pedro Romano (en el tácito e implícito cruento período de la dictadura militar que encabeza el general Videla con el golpe que derrocó a Isabelita el 24 de marzo de 1976) controla un grupo de agentes secretos (“fuerzas de la inteligencia antisubversiva”), pero Romano dizque hace “Inteligencia de base, o inteligencia de fondo”; es decir, no sale a las calles de tacuche y empistolado, con lentes oscuros, pelo engominado, esposas en el cinto y veloz auto sin placas y cristales polarizados, sino que “comanda las sesiones de tortura en las que sacan los nombres de los detenidos”; y Gómez era uno de sus rijosos agentes que hacen “el trabajo callejero” y dizque supuso que Chaparro lo mató ese “28 de julio de 1976”. 
     
Benjamín Espósito y el inspector Báez
(Ricardo Darín y José Luis Gioia)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Así que para salvar su vida, esconderse una semana en una pensión en San Telmo y alejarse de Buenos Aires, contó con el apoyo estratégico y con las indagaciones del policía Báez, quien le dijo que esa “pareja de viejitos” (a quienes presionó para que hablaran) vieron, esa noche del “28 de julio de 1976”, “a un muchacho al que conocen de ver entrar cada madrugada del edificio de enfrente”; y que “de repente sale un tipo desde atrás de un cantero lleno de arbustos y le pega un soberano fierrazo en la cabeza que al pibe lo deja desparramado en el piso. Y que el agresor (un tipo alto, rubión parece, aunque muy bien no lo vieron) saca una llave de un bolsillo y abre el baúl de un auto blanco estacionado contra el cordón, ahí al lado.” Mete en el baúl el cuerpo desvanecido y se aleja. Según Báez, “Los viejos no saben mucho de marcas de autos. Dijeron que era grande para Fitito y chico para Ford Falcon.” Ante lo que Chaparro le comenta al policía: “Morales tiene, o tenía, no sé, un Fiat 1500 blanco.” En esa conversación con Báez, éste conjetura que Morales, luego de ejecutar a Gómez, enterró su cuerpo en un sitio difícil de descubrir, elegido con antelación y cuidado. 
 
Pablo Sandoval (Guillermo Francella)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Vale agregar que la citada carta que Chaparro recibe de Morales el jueves 26 de septiembre de 1996, luego de dos décadas de no saber nada de él, está fechada en Villegas, el 21 de septiembre de ese año. A través de la misiva se entera que, además de pedirle que le entregue cierto dinero a la viuda de Sandoval (quien murió por su alcoholismo en mayo de 1982), lo ha hecho heredero de su propiedad cercana al pueblo (onerosas “treinta hectáreas de buenos campos”) —donde ha vivido 23 años—, y de su “automóvil en buen estado de conservación pero muy antiguo” (que resulta ser el flamante Fiat 1500 blanco). Por ende colige que Morales se había ido a Villegas “poco después de la amnistía del ’73”, donde los lugareños “llevaban años y años viéndolo detrás del vidrio de la caja del tesorero de la sucursal de Villegas del Banco Provincia”. En la carta le pide que vaya allí el siguiente sábado 28 de septiembre y por lo que le informa sobre su delicado estado de salud, infiere que Morales se va a suicidar. La madrugada de ese sábado 28, Chaparro sale de Buenos Aires manejando un auto y alrededor de las once de la mañana ya ha llegado a ese apartado y extenso terreno, en cuya casa, precisamente en la recámara, observa el aún incorrupto cadáver de Morales, cuya piel tiene “una marcada tonalidad azul”. Y más aún, entre los frascos de medicinas que pueblan “la mesa de luz”, halla un sobre con su nombre y una petición del suicida que reza: “Por favor, léala antes de llamar a la policía.” El asunto es que en esa segunda carta Morales le revela que, inducido por su extrema debilidad física, se ha inyectado una sobredosis de morfina y lo prepara, con solicitudes y sugerencias, para preservar su imagen inofensiva y “su buen nombre” entre los pobladores de Villegas que lo respetan y conocen por ermitaño y decente (sin nunca haber intimado con él), y por ende sobre lo que debe de hacer cuando se dirija al galpón y se tope con lo que se oculta allí en el más absoluto secreto. Es así que en ese galpón protegido y asilado por un conjunto de densos y altos eucaliptos, Chaparro descubre “la celda construida en el centro”, y dentro de ella un camastro donde observa que “El cadáver de Isidoro Antonio Gómez tenía el mismo tinte azulado que el de Morales.” Según apunta, “Estaba un poco más gordo, naturalmente más viejo, ligeramente canoso, pero por lo demás no estaba muy distinto a como era veinticinco años antes, cuando le tomé declaración indagatoria.” Lo cual ocurrió exactamente el citado jueves 26 de abril de 1972, casi cuatro años después de que despiadadamente golpeara, violara y estrangulara a Liliana Colotto. Y fue detenido, no por el “inteligente” rastreo policial, sino por una inesperada e intempestiva imprudencia de él; es decir, prófugo de la justicia, “el lunes 23 de abril de 1972” se había colado en el tren de Sarmiento sin pagar su boleto, y una súbita y violenta gresca con el colérico y futbolero guarda Saturnino Petrucci (quien terminó con “Fractura de tabique nasal” y Gómez con “fractura de metacarpo”), derivó en su detención e identificación, pues la policía tenía contra él “una orden de captura” “por homicidio”.
   
Benjamín Espósito y la doctora Irene Menéndez Hastings
(Ricardo Darín y Soledad Villamil)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
         La otra entreverada vertiente de El secreto de sus ojos la conforman los doce capítulos con rótulos. En ella Benjamín Miguel Chaparro bosqueja aspectos de su pasado, de sus recuerdos, de sus matrimonios, de su presente, de su individualidad, de lo que piensa y cavila; y refiere sus especulaciones e inseguridades entorno al libro que está escribiendo con la Remington del Juzgado. Pero lo que descuella y a la postre trasciende es lo que corresponde a la vieja atracción y al añejo enamoramiento que siente por la jueza Irene Hornos, el cual se remonta y ha perdurado (latente y oculto en su mirada) desde octubre de 1967, cuando en la Secretaría él ya era prosecretario (con estudios truncos) y se la presentaron como meritoria y estudiante de Derecho. En este sentido, el préstamo de la Remington, las lecturas (en el archivo del Juzgado) de las fojas de la causa, y el libro que está escribiendo, cuyos capítulos le da a leer en sesiones semanarias de visita en su despacho, son pretextos y formas de acercarse a ella, de estar con ella, de verla y oírla hablar, de charlar y tomar café por el llano disfrute de la amistad, de iniciar un subrepticio cortejo, pese a que está casada con un ingeniero desde 1974 y a que tiene tres hijas de él. Es así que “sospecha”, y es obvio para el lector, que el libro lo escribe “Para dárselo a ella, para que ella sepa algo de él, que tenga algo de él, piense en él, aunque sea mientras lee.” Resulta consecuente (y previsible) que ya terminado el libro, y porque que se siente y colige correspondido, que súbitamente vaya hecho un candente bólido al despacho de la jueza Irene Hornos, porque “necesita responderle a esa mujer, de una vez y para siempre, la pregunta de sus ojos”.
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)


Eduardo Sacheri, El secreto de sus ojos. 1ª edición en Debolsillo. Penguin Random House Grupo Editorial. México, noviembre de 2015. 320 pp. 


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domingo, 16 de abril de 2017

Pinocho


                         
¡Qué cómico era, cuando era un títere!

Pinocho 
(Valdemar, Madrid, 2007)
Entre las mil y una ediciones de Pinocho figura la impresa en Madrid, en 2007, por Valdemar con el número uno de la Colección Grangaznate. Se trata de un libro de pastas duras y buen tamaño (30.03 x 24.28 cm), con hermosas erratas e ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti (Udine, 1954), artista visual con amplia reputación en Europa como dibujante de cómics, particularmente en Bolonia, donde, con cinco colegas, “creó el grupo de dibujantes Valvoline”. Además de colaborar en el Corriere dei Piccoli (legendario suplemento ilustrado del Corriere della Sera), pinta, hace video, publicidad y diseño de moda. Su interpretación gráfica del títere de madera no la tiene fácil, pues amén de que abundan las muy imaginativas y excelentes versiones, no es sencillo competir y vencer la imagen del Pinocho creada por Walt Disney Company con su célebre película de 1940, que es la imagen que predomina en el imaginario colectivo, cuyas masas, en su mayor parte, no leen. 
Traducida del italiano al español por Armanda Rodríguez Fierro, la presente versión de Pinocho está destinada a un lector infantil que domina la lectura y consulta el diccionario para comprender las palabras “difíciles” o poco usuales en el habla. Pero además no excluye al lector ya mayor (joven o adulto) que busca ir un poco más allá de la novela. En este sentido, además de la escueta y vaga “Presentación” de Alfredo Lara López, los treinta y seis capítulos de la obra (numerados con arábicos) están salpimentados con 118 “Notas” de la traductora, cuyo principal abrevadero es la edición crítica de Pinocchio (I Classici, Universale Economica Feltrinelli, Milán, 2002), de Fernando Tempesti, de la que al parecer tradujo. No obstante, no se trata de una erudita y académica edición crítica y anotada semejante a la que Fernando Molina Castillo publicó en Madrid, en 2010, con el número 419 de la serie Letras Universales de Ediciones Cátedra, sino de una sencilla edición que busca familiarizar e introducir al novicio lector con las notas al pie de página (pese a que éstas figuren en un listado final), y a pensar y a discutir con ellas. Por ejemplo, la traductora alude una serie de matices y minucias idiomáticas que se pierden en la traducción al español; señala olvidos e incongruencias argumentales e ilógicas en una obra fantástica y maravillosa donde abundan los antagonismos, lo absurdo y lo ilógico; dice que de los capítulos finales (el XXXV y el XXXVI) “se dispone del manuscrito autógrafo (propiedad de la Biblioteca Nazionale di Firenze), que difiere en algunos detalles del texto publicado en el Giornale per i bambini y del impreso en un volumen que ha sido transcrito y analizado por Fernando Tempesti (cf. op. cit., n. 1, pág. 256).” 
(Cátedra, Madrid, 2010)
        Y en el capítulo VIII, luego de que Pinocho le puntualiza a Geppetto: “¡Pero yo no soy como los demás niños! Yo soy el más bueno de todos y siempre digo la verdad”, figura el número de la nota 13, que en el listado reza: “Como indica Tempesti (op. cit., p. 57, n. 5), paradójicamente, Pinocho, que es un títere, pero un títere ‘maravilloso’ y cuya identidad iconográfica está vinculada a una larga nariz relacionada con decir mentiras (según cómo y cuándo), tiene razón. Hasta ese momento, es cierto que siempre ha dicho la verdad, al menos hasta ahora.” Pues tal afirmación es nada menos que una flagrante mentira del tamaño de la nariz de Pinocho, dado que en el capítulo VII el títere le miente varias veces a Geppetto: cuando le dice que sus pies, que se le han quemado en el brasero al quedarse dormido, se los comió el gato; y cuando en su berrinchuda monserga culpa al Grillo Parlante, de que él, Pinocho, lo aplastó y mató de un martillazo; y añade que dizque lo hizo sin querer y quezque “prueba de ello” es el hecho de que puso la cazuela sobre las brazas encendidas. ¡Vaya! 
Pinocho y Geppetto

Ilustración de Mattotti
Vale observar, además, que a tales alturas de la narración a Pinocho sólo le ha crecido la nariz dos veces, ninguna por decir mentiras: cuando Geppetto, en el capítulo III, le acaba de tallar la nariz; y cuando, en el capítulo V, tras su llegada de la calle, roído por el hambre, intenta abrir la olla hirviendo en el fuego que está pintada en la pared. Por decir mentiras la nariz le crece hasta el capítulo XVII, cuando al Hada de los Cabellos Azul Turquí le miente sobre el destino de las monedas de oro que en el capítulo XII le regaló el gigantón titiritero Tragafuego. Y vuelve a ocurrir en el capítulo XXIX, cuando a un viejecillo le miente sobre su propia identidad y personalidad.
El prologuista apunta que Carlo Lorenzini, el autor de Pinocho, nacido en Florencia el 24 de noviembre de 1826, asumió “el seudónimo de Carlo Collodi como homenaje a Collodi, el pueblo de origen de su madre, a la que siempre se sintió muy unido”. Articulista periodístico y fundador de periódicos; dramaturgo y crítico teatral; novelista y participante, en 1868, en la redacción del Novo vocabolario della lengua italiana secondo l’uso di Firenze; traductor de “cuentos de hadas de Madame D’Aulnoy y Charles Perrault”; y dedicado a la creación de literatura infantil y pedagógica, Collodi, en el Giornale per i bambini (Periódico para los niños con sede en Roma y dirigido por Ferdinando Martini) publicó por entregas numeradas con romanos, “entre el 7 de julio y el 27 de octubre de 1881”, la Storia di un burattino (Historia de un títere), que, dice la traductora en su nota 42, terminó en el capítulo XV (con el ahorcamiento del títere en la Encina Grande). “Pero a los cuatro meses, debido a las peticiones de sus pequeños lectores [y a los requerimientos de ‘Guido Biagi, responsable a cargo del Giornale’], Collodi se vio obligado a continuar con la narración retomándola precisamente en este punto. La publicación se reanudó el 16 de febrero de 1882, con [el capítulo XVI y] el título Le avventure di Pinocchio (Las aventuras de Pinocho)”, y concluyó el “25 de enero de 1883” con el capítulo XXXVI (con el títere Pinocho transformado en niño). Y casi enseguida: a principios de febrero de 1883 aparecen reunidas las XXXVI entregas del folletín (cada una con un sintético encabezamiento que no tenían y una serie de modificaciones) con el título Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino, libro impreso en Florencia por Felice Paggi Libraio-Editore, con ilustraciones de Enrico Mazzanti. “El futuro clásico alcanza un éxito moderado en su primera edición [dice el prologuista]. Collodi continuó escribiendo y publicando textos escolares hasta 1890, año en que muere [por un aneurisma pulmonar] sin haber tenido ocasión de hacerse idea del arrollador éxito que acabaría teniendo su obra.” Aunque sí, poco antes de morir el 26 de octubre de 1890 (un mes antes de cumplir 64 años), conoció cuatro ediciones más publicadas por el mismo Felice Paggi: 1886, 1887, 1888 y 1890. 
A estas alturas del siglo XXI, Pinocho, después de la Biblia y del Corán, quizá no sea la obra más traducida en todos los rincones de la recalentada aldea global, pero sin duda sí es un clásico de la literatura infantil, de aliento fantástico y popular (lo cual no riñe con los cambios, omisiones, variaciones y añadidos que se permiten los traductores y adaptadores de toda laya y género literario, historietista, escenográfico o cinematográfico). Y a todas luces resulta muy anacrónico e ingenuo con su carga moralizante, maniquea, sentimental y lacrimosa, más aún si el lector es un adulto enraizado y encorsetado en sus prejuicios y atavismos. No obstante, puede resultar lúdico y jubiloso descubrir (o redescubrir) la conversión de un trozo de madera en un títere tallado por el viejo y pobretón Geppetto (a la sazón su padre); marioneta que se comporta como un niño proclive al juego, a las travesuras, a eludir el estudio y las tareas, y a decir mentiras, motivo por el que le crece la nariz. 
Si a priori éste es el rasgo que más lo caracteriza en el imaginario colectivo y popular, a lo largo de la narración, sembrada de aventuras y amargas y crueles peripecias, cobra relevancia y trascendencia su intrínseco anhelo de dejar de ser un títere de madera y convertirse en un niño de carne y hueso. Cosa que logra con mucho esfuerzo, dedicación y buena conducta tras emerger de la descomunal barriga del ciclópeo Tiburón, donde, en medio del mar y sin esperarlo, se encontró con Geppetto, ya hecho un achacoso viejecito. 
  Pinocho, en cuanto a escribir, utilizaba un palito afilado 
   para usarlo como plumilla, y como no tenía tintero ni tinta
   lo mojaba en un frasquito lleno de zumo de moras y cerezas
”.


Ilustración de Mattotti
Vale decir que a sus propios méritos, ganados con heroísmo, sudor, estudio, autorrecriminaciones, moralina y lágrimas, se añade el Hada de los Cabellos Azul Turquí, su materno espíritu tutelar, que casi siempre lo protege (aún cuando él lo ignora) e incide en su proceso educativo, el cual, además, está signado por las moralejas que le recitan y protagonizan una serie de personajes con que se topa, en su mayoría insectos y animales, y que en conjunto reflejan y complementan la buena conciencia que anima a Pinocho y a Geppetto: el Grillo Parlante, el niño que se niega a comprarle el Abecedario, el Mirlo, el Papagayo, la Luciérnaga, el Palomo, el Delfín, el maestro, el Cangrejo, el mastín Alidoro, el borriquillo rebelde, la Marmotita, el Atún, el Caracol. 



Carlo Collodi, Pinocho. Prefacio de Alfredo Lara López. Notas y traducción del italiano al español de Armanda Rodríguez Fierro. Ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti. Colección Grangaznate (1), Valdemar. Madrid, noviembre de 2007. 162 pp.


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