domingo, 1 de febrero de 2015

Lolita




Una típica chiquilla que se hurgaba la nariz

La explosiva leyenda negra que suscitó Lolita y que la convirtió en un best seller —novela que el ruso Vladimir Nabokov (1899-1977) escribió en lengua inglesa—, comienza por el hecho de que vio su primera edición en 1955, en Olympia Press, una editorial parisina de “acrecentada fama pornográfica” que imprimía libros en inglés, luego del rechazo de cuatro mojigatas y prejuiciosas editoriales gringas. Aplaudida o despreciada con sonaras fanfarrias como “encantadora”, “inmoral”, “decadente”, “ultrajante” y “maldita”, Lolita fue prohibida en Francia y en Inglaterra; y sólo después de tres años de la edición francesa pudo ser publicada en Estados Unidos. Una época en la que según Nabokov había “por lo menos tres temas absolutamente prohibidos por casi todos los editores norteamericanos”: el que desarrolla en su libro (centralmente: el semiincestuoso vínculo sexual entre un hombre de entre 37 y 39 años y una chiquilla de entre 12 y 14) y el de “un casamiento entre negro y blanca de éxito completo y glorioso que fructifique en montones de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años”. La obra de Vladimir Nabokov, sin embargo, no es pornográfica ni hace una apología de la pederastia; es —con su urdimbre imaginaria, irónica, lúdica, mordaz, sensual, erótica, provocativa, psicótica, dramática, revulsiva e iconoclasta— un divertimento con un desbordante placer estético y erudito.
 
(Anagrama, 4ta. ed., Barcelona, 1989)
      Lolita son las supuestas confesiones póstumas de un “extranjero anarquista” asentado en la Unión Americana (después de que en el verano de 1939 un tío le dejara una holgada herencia), “un viudo de raza blanca” nacido en París, en 1910; es decir, Humbert Humbert (su pseudónimo), preso en la cárcel, murió de trombosis coronaria el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso ante el juez, cuya causa fue el crimen que cometió en septiembre del tal año. Se trata, entonces, de las delirantes y minuciosas memorias (repletas de digresiones, pistas falsas y datos sorpresivos) que un homicida escribió preso durante 56 días (“primero en la sala de observación para psicópatas” y luego en la celda), no sólo para satisfacer la curiosidad de ciertos psiquiatras y los requerimientos de su abogado defensor, sino también como una herencia con tildes y remanentes literarios y eróticos, ante la cual, por la expiación e intimidad que implica, dispone en su testamento que sólo se publique después de su muerte y del fallecimiento de su amada e inasible Lolita, puesto que, finalmente, es la única inmortalidad que puede compartir con ella.


Vladimir Nabokov
  Las memorias aparecen precedidas por un preámbulo firmado en “Widworth, Mass.” por el doctor en filosofía John Ray Jr., primo del abogado de Humbert Humbert, donde alude el deceso de éste y el de la esposa de Richard F. Schiller (nada menos que Lolita, se desvela casi al final de la obra) al dar a luz un niño muerto la Navidad de 1952, que Humbert cometió un crimen, que escribió en la cárcel, de sus disposiciones póstumas en torno a la publicación y que no se trata de un libro obsceno. Sin embargo, para conjurar equívocos y posibles satanizaciones, el prologuista toma distancia de él: “es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción”. 

Con tales datos se desencadena la intriga, que es uno de los ingredientes y estratagemas que alimentan y avivan la tensión y el suspense, dado que Vladimir Nabokov, a lo largo de la novela, siempre adelanta uno o varios puntos anecdóticos que esclarece en seguida o un poco después o hasta el término. El pasaje que el memorioso de marras cuenta al final es, precisamente, el peliculesco asesinato del escurridizo y nebuloso Clare Quilty en su casona de madera en Grimm Road, a doce millas de Parkington, Michigan, que es el crimen que le arrebató la libertad y en consecuencia el suceso que incide en la escritura de sus memorias.

Lolita (Sue Lyon)
Fotograma de Lolita (1962), filme dirigido por Stanley Kubrick
  En este sentido, Lolita es el minucioso, burlesco, bufo y empedernido historial clínico de un maniático cuarentón obsesionado por ciertas niñas, pero sobre todo por la escuincla que le da título al libro. Para resumir los rasgos erótico-demoníacos que según él caracterizan y definen a las chamaquitas que lo seducen, Humbert Humbert articula el epíteto de nymphettes —“nínfulas”, traduce Enrique Tejedor—, cuyas para él apetecibles latitudes y edades oscilan entre los nueve y los catorce años de edad.

Tras una experiencia frustrante, traumática, desoladora e inolvidable que tuvo a los trece años durante unas vacaciones en la Riviera, se quedó prendido del hechizo que le provocó una nínfula (Annabel) unos meses menor que él; y sólo 24 años después, con Lolita, logra realizar y vivir plenamente ese prurito autómata y compulsivo que lo hacía observar y perseguir (desde cierta aséptica e inofensiva distancia de inveterado y secreto voyeur) a las niñas que paseaban en un parque o que salían de una escuela.

Vladimir Nabokov
(San Petesburgo, Rusia, abril 22 de -1899-Montreux, Suiza, julio 2 de 1977)
  Con un terrible humor negro, sumamente paródico, corrosivo, crítico y sarcástico, Humbert Humbert desglosa sus evocaciones salpicadas de palabras y expresiones en francés, haciendo todo un alarde de sabiduría libresca, lingüística y literaria, al mismo tiempo que clava su mirada filosa y corrosiva en el entorno social y en el estereotipado modo de vida americano, el cual corporifica al describir la personalidad, los rasgos y el comportamiento de los personajes que lo rodean u observa. En medio de todo ello, y con la abundancia de digresiones y alusiones complementarias, cobra particular relevancia el flechazo, el enamoramiento que experimenta Humbert Humbert, quien aún se recupera de largas temporadas en sanatorios psiquiátricos y padece alucinaciones durante las tormentas eléctricas, nada más mira a Lolita por primera vez en Ramsdale, pueblito de Nueva Inglaterra, durante el verano de 1947, en una casa donde dudaba en ser huésped y donde la viuda Charlotte Haze es la patrona y madre de su única escuincla de doce años, quien si bien nació el 1 de enero de 1935 en Pisky, en el medio Oeste, curiosamente comenzó a gestarse en abril de 1934 “en un cuarto azulado”, “en la hora de la siesta”, cuando Charlotte y el difunto Harold E. Haze hacían “su luna de miel en Veracruz” y por ende entre los astrosos adornos de la casa no faltan las chucherías mexicanas.



Lolita (Dominique Swain)
Fotograma de Lolita (1997), película dirigida por Adrian Lyne
       Cuando Humbert, con un divorcio a cuestas, ya se ha convertido en viudo (su reciente esposa, la madre de Lolita, muere trágicamente en un súbito accidente apenas dos meses después de que él llegara a Ramsdale), recoge a su hijastra, quien estaba alejada por la mamá en un campamento veraniego a cien millas de Parkington, y emprende con ella, en el sedán azul de la fallecida Haze, un viaje de locura por la geografía americana que dura un año (entre “agosto de 1947 y agosto de 1948”), para después establecerse en Beardsley, Nueva Inglaterra, donde la chavala es inscrita por su “padrastro” en “una elegante escuela” para niñas ricas “con falsas presunciones británicas”. 

En Beardsley, a fines de mayo de 1949, tras una virulenta discusión con insultos incitada por los paranoicos celos de él y bajo la intransigencia y dominio de ella, quien ahora decidirá la azarosa ruta, abandonan todo (casa, escuela, obra teatral, clases de piano) y emprenden otro viaje en el remozado sedán azul, que los lleva, de nueva cuenta, a vagabundear entre toda una variedad de hoteles y miserables moteluchos de carretera; pero en este viaje  —además de ser perseguidos por un semicalvo que pilota un furtivo y veloz auto rojo, quien, según supone Humbert, quizá sea un amante de ella o un detective o las dos cosas a la vez y al que apoda con el nombre de un primo suizo suyo: Gustave Trapp— Lolita se escapa, precisamente con éste, según le revela ella en un mensaje que le deja con una enfermera al concluir, en julio de 1949, su rápida recuperación de unas fiebres infecciosas en el hospital de Elphinstone.

Vladimir Nabokov
   Humbert Humbert, maníaco y obseso, la busca durante tres años sin encontrarla y sin descubrir la identidad del no menos demencial Gustave Trapp (su objetivo: matarlo y recuperarla). Pero sólo la halla cuando Lolita, con 17 años, le envía a su departamento de profesor en Nueva York una carta fechada el 18 de septiembre de 1952, cuya firma reza: “Dolly (señora de Richard F. Schiller)”, donde le dice que está casada con un desempleado (por ende le pide dólares sin precisarle su domicilio) y que espera un hijo que nacerá en las próximas Navidades. Humbert Humbert localiza la casucha en un miserable distrito de Coalmont, poblado industrial a 800 millas de Nueva York, y descubre, con la pistola oculta y el dedo en el gatillo, que el tal Richard o Dick Schiller (no es el calvo que él bautizara como Gustave Trapp). Humbert la presiona y ella le revela el funesto nombre del odiado y volátil personaje: Clare Quilty. 


Lolita (Dominique Swain)
Fotograma de Lolita (1997), filme dirigido por Adrian Lyne
        Es entonces cuando localiza, tortura y mata a balazos a tal alcohólico, vicioso, impotente y degenerado dramaturgo y guionista de cine que la sedujo y se la quitó (quien en un rancho urdía orgías entre adultos y menores de edad y las filmaba), cuyo subrepticio asedio comenzó cuando Lolita tenía diez años en Ramsdale, pues conoció a su madre, y sin que Humbert lo advirtiera, en “El cazador encantado”, el hotel de Briceland donde se hospedaron el primer día que él la recogió en el campamento veraniego, burlesca razón por la que Clare Quilty más tarde estuvo oculto en la autoría del libreto “Los cazadores encantados”, la obra teatral que Lolita mandó al traste cuando decidió que Humbert y ella abandonarían Beardsley.

Las travesías, las vivencias e interacciones entre los protagonistas ponen de manifiesto las fobias que atosigan y envenenan la sangre y la imaginación mórbida, pormenorizada y paranoide de Humbert Humbert: que Lolita deje de ser su nínfula; que los descubran y la pierda; que lo engañe con otro o huya con alguno. Pero al unísono contrastan la cultura, la psicosis, la supuesta templanza y la pasión enloquecida de Humbert por Lolita, con la frivolidad, la ligereza y el infantilismo con que ésta se comporta, a lo que se añade el desamor, el menosprecio y el resentimiento con que lo trata (“cuánto tiempo seguiremos viviendo en cabañas hediondas, siempre haciendo marranadas y sin portarnos como personas normales”, le pregunta), impregnado de su carácter voluble, caprichoso e irritable y de un casi permanente malhumor y de llantos nocturnos, indicios de los trasfondos estresantes, neuróticos y neurálgicos que la indujeron a abandonarlo para siempre, pues incluso rechaza su invitación de dejar a Dick e irse con él dándole un mazazo certero: “preferiría volver con Cue” (el alias de Quilty). No extraña, entonces, que entre sus últimas reflexiones en la cárcel, Humbert concluya: “lo esencial, lo más terrible de todo era esto: en el curso de nuestra singular relación, Lolita había advertido, con creciente claridad, que aun la vida de la familia más mísera era preferible a esa parodia de incesto que, a la larga, fue lo único que pude ofrecer a la chiquilla.”

Lolita
(Dominique Swain)

Vladimir Nabokov, Lolita. Nota del autor sobre la novela fechada el “12 de noviembre de 1956”. Traducción del inglés al español de Enrique Tejedor. Colección Panorama de Narrativas núm. 81, Editorial Anagrama. 4ª edición. Barcelona, 1989. 352 pp.

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Enlace a un trailer de Lolita (1962), película dirigida por Stanley Kubrick, basada en la novela homónima de Vladimir Nabokov.

Enlace a Lolita (1997), película dirigida por Adrian Lyne (con subtítulos en español alternativos), basada en la novela homónima de Vladimir Nabokov.


viernes, 23 de enero de 2015

Literatura y política


 La literatura es una actividad que nace en soledad
                                  
I de II
El doctorado honoris causa con que el jueves 23 de septiembre de 2010, en el Palacio de Minería de la Ciudad de México, la centenaria UNAM invistió al escritor Mario Vargas Llosa (entre catorce intelectuales presentes y dos ausentes), trajo a la palestra que en 2005 lo había doctorado la Universidad Autónoma de San Luis Potosí —la primera universidad mexicana en hacerlo—, año que recibió otros tres doctorados: de la Universidad de La Sorbona, en París; de la Universidad Humboldt, en Berlín; y de la Universidad Ricardo Palma, en Lima. 
       
Mario Vargas Llosa, doctor honoris causa de la UNAM
Palacio de Minería de la Ciudad de México
Jueves 23 de septiembre de 2010
       Así, cuando el siguiente viernes 24, allí en la capital del país mexicano, le fue notificado que se le había concedido el Premio Internacional Alfonso Reyes 2010, esto ineludiblemente recordó que ya había dictado la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y que su conferencia había sido coeditada, en 2001, por tal institución y el Fondo de Cultura Económica en la serie Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey. 

(ITESM/FCE, 3ª edición, México, 2005)
       Tal librito se titula Literatura y política e inicia con un “Prólogo” del escritor y académico Gonzalo Celorio, miembro del Consejo Consultivo de la Cátedra Alfonso Reyes, breve y apologético, donde le da la bienvenida a ésta. Después sigue otro prefacio, con visos de elemental introducción para escolares: “Literatura y política: las coordenadas de la escritura de Mario Vargas Llosa”, del maestro Raymond L. Williams, autor del estudio Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 

       
(Taurus/UNAM, México, 2001)
       Luego sigue la parte central del librito dividida en dos secciones numeradas con romanos. La primera es la conferencia que dictó Mario Vargas Llosa: “Literatura y política: dos visiones del mundo”. Y la segunda es una tradicional entrevista de reportero literario (pregunta y respuesta) denominada “Diálogos: La invención de una realidad”, en la que Raymond L. Williams figura de “Moderador”, lo cual es erróneo, pues no hay ningún debate entre el ponente y su público ni entre el entrevistador y su entrevistado, sino que Raymond se limita a preguntar sobre la obra y el pensamiento de Mario Vargas Llosa, quien le responde a sus anchas. Es decir, la entrevista no es consecuencia de lo expuesto, de viva voz, durante la conferencia, pero sí es un complemento que la matiza y enriquece.

Y por último, figuran unas protocolarias palabras de Rafael Rangel Sostmann, rector del Sistema ITSEM, en torno a la Cátedra Alfonso Reyes.
Hay, no obstante las cuidadas galeras, cierto chambismo en la edición, pues en el librito no se consigna la fecha ni el lugar del campus universitario donde se efectuó. En la página web de la Cátedra Alfonso Reyes del ITSEM sólo se registra que fue en “Mayo de 2000” y que hubo un “Curso previo de Raymond L. Williams”. Y pese que allí se anuncia que hay “Material audiovisual en línea: Síntesis, Videos, Audios”, no se brinda (a cualquier hijo de vecino de cualquier parte del mundo y del inframundo de la aldea global) ningún acceso en lo que respecta al nominado Premio Internacional Alfonso Reyes 2010. 
El lunes 11 de octubre de 2010, a propósito del recién otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, el Canal 22 (del CONACULTA) le dedicó al escritor su barra de programación “Lunes temático” y allí se vio algo de lo ocurrido en la Cátedra Alfonso Reyes dictada por el peruano-español. Primero figuraron las susodichas introductorias palabras de Gonzalo Celorio, que fue un texto leído ante el micrófono y las cámaras. Y luego la conferencia dicha de manera oral por Mario Vargas Llosa (singular detalle que tampoco se apunta en la transcripción que se lee en el librito) y sin ningún posterior debate entre el conferenciante y su heterogéneo público, o entre éste y los miembros de la mesa. 
Raymond L. Williams
        En su citado ensayo preliminar para escolares (no necesariamente universitarios), Raymond L. Williams resulta sintético y con numerosos huecos. En este sentido, en un maestro que se presenta como experto en la vida y obra de Mario Vargas Llosa (y a punto de publicar un libro sobre ello) llama la atención un pasaje donde parece desconocer ciertas coordenadas que debería conocer al dedillo y por ende debió señalárselas a su alumnado. Éste se halla en la sección titulada “La visión política de Vargas Llosa en los últimos años” y dice a la letra:

       “Los crueles años en el Leoncio Prado [entre 1950 y 1951] fueron la introducción a la realidad empírica del Perú para el joven Mario, el adolescente, y al mismo tiempo una primera oportunidad de vivir en un microcosmos del país total. Su segundo trabajo como periodista, desde 1953 hasta 1958, representó una segunda oportunidad de conocer profundamente toda la gama de la sociedad peruana [pero Raymond olvidó citar el seminal viaje de unas semanas, antes de partir a Europa, que el escritor en ciernes hizo en 1958 a la selvática zona del Alto Marañón y que tanto lo marcó para urdir La casa verde (1965), Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987)]. Desde julio de 1987 hasta junio de 1990 Vargas Llosa vivió en Lima y se dedicó principalmente a la política peruana. Éste fue el tercer momento de su vida en que vivió intensamente la realidad nacional, pero ahora de una forma totalizante. En algún momento (¿quién sabe exactamente cuándo?) decidió ser presidente de la república y casi lo logra. Leía y escribía relativamente poco, a veces a la fuerza, porque había firmado un contrato para escribir introducciones a una colección española de novela universal, de modo que su ejercicio literario mínimo fue cumplir con esos ensayos, publicados después como La verdad de las mentiras. Pero su trabajo principal de 1987 a 1990 fue la política: el Movimiento Libertad, que él mismo fundó, el Frente Democrático del cual formó parte y su campaña presidencial.”
(El País/Aguilar, Madrid, 1991)
        Si bien la mayoría de las fechas del prólogo (su erudita declaración de principios narrativos) y de los 25 ensayos (cada uno sobre una novela) reunidos por Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (Seix Barral, 1990) se inscriben en el periodo en que buscaba la presidencia del Perú, Raymond, el cartógrafo vargasllosista, en vez de preguntarse y preguntar “¿quién sabe exactamente cuándo?”, debió decir que Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor y vocero de prensa del Frente Democrático durante la compaña de su padre, hace una crónica sobre ello en su libro El diablo en campaña (El País/Aguilar, 1991) y que el propio ex candidato relata en una de las dos intercaladas vertientes de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) —con fechas, nombres, datos y anécdotas—, un sinnúmero de pormenores (históricos, políticos, críticos e ideológicos) sobre su candidatura y su derrota en la primera vuelta el 10 de junio de 1990 (y más allá de ella), donde además recuerda que el único libro de ficción que escribió durante su campaña (que Raymond omite) fue Elogio de la madrastra (Tusquets, 1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la usaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio con que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario, según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto, mientras que Alberto Fujimori, el emergente y entonces oscuro candidato de Cambio 90, aún brillaba por su ausencia.

(Grijalbo, 1ª edición en México, junio de 1988)
       Según testimonia el narrador en la página 419 de El pez en el agua: “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”

Alan García y Mario Vargas Llosa
       Cabe puntualizar que, según narra Vargas Llosa en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho el 28 de julio de 1987 por el presidente Alan García, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó en el escritor la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su campaña, del Movimiento Libertad (partido urdido ex profeso a fines de 1987 e inicios de 1988 por el escritor y un grupo de amigos) y del Frente Democrático, conocido como FREDEMO (hecho público “el 29 de octubre de 1988”), la agrupación política que enarboló su candidatura (lanzada en la Plaza de Armas de Arequipa “el 4 de junio de 1989”) y que principalmente alió al Movimiento Libertad, a Acción Popular —partido fundado por Fernando Belaunde Terry el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 

Mario Vargas Llosa “en el Encuentro cívico por la libertad,
primer mitin contra la estatización del sistema financiero
”.
Plaza San Martín de Lima, agosto 21 de 1987.
Foto: Alejandro Balaguer

(Seix Barral, 1ª reimpresión mexicana, junio de 1993)


    
II de II
En mayo de 2000, en el auditorio del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, dada su consabida trayectoria política, intelectual y académica, el escritor y analista Mario Vargas Llosa no dictó la Cátedra Alfonso Reyes —con el tema “Literatura y política: dos visiones del mundo”— a imagen y semejanza de un heterodoxo académico, ni articuló un discurso muy político y puntilloso (pese a que pudo hacerlo), sino que expuso como lo que es: un literato de tiempo completo y por los cuatro costados, y su conferencia fue (y es en la transcripción del presente librito) muy subjetiva, muy sintética, muy personal, muy anecdótica y muy autobiográfica. Característica que suelen permitirse los grandes personajes mediáticos que a la vez son grandes creadores y por ende siempre controvertidos.
Alfonso Reyes en la Capilla Afonsina (c. 1957)
Ciudad de México
         El peruano-español abre con un entremés en el que recuerda que en su juventud, en Lima, leyó Visión de Anáhuac (1915), de Alfonso Reyes, —de cuya primera línea, por cierto, Carlos Fuentes tomó el título de su novela La región más transparente (FCE, 1958)—; que a lo largo de su vida ha cultivado la lectura de sus libros; y entre sus elogios certifica lo que tantas veces certificó Jorge Luis Borges de Alfonso Reyes: “la extraordinaria belleza de su prosa, una de las más limpias, elegantes, cultas y al mismo tiempo asequibles de nuestra vieja y rica lengua.” En su disertación en torno a las coordenadas que median y oscilan entre la política y la literatura, recuerda el canon de la literatura comprometida pontificado por Jean-Paul Sartre, muy en boga entre los existencialistas franceses de los años 50 y 60 del siglo XX, que también fue precepto estético-ideológico del joven Mario Vargas Llosa desde antes de partir a Europa en 1958 (para estudiar su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y en vías de instalarse en París) y por ello ciertos contemporáneos de entonces lo apodaban “el sartrecillo valiente”. Pero también evoca el momento en que Sartre rompe con su pauta y desconcierta a sus feligreses: “Recuerdo que mi decepción respecto de Sartre comenzó un día, a mediados de los años 60, en que leí una entrevista que la periodista literaria Madeleine Chapsal le hizo para Le Monde, de París. La entrevista versaba justamente sobre el compromiso, la literatura y la política; de pronto, en las respuestas de Sartre se traslucía una inmensa decepción respecto de la literatura, no así de la política, y decía algo que me afectó como una agresión personal: ‘Entiendo que un escritor africano renuncié a hacer literatura para luchar de una manera más efectiva por una revolución, por un cambio social que permita algún día a su país darse el lujo de tener una literatura’; y frente a los problemas sociales decía: ‘La literatura no tiene poder’, ne fais pas le pois, no tiene peso suficiente como para contrarrestarlo. Y se ponía como ejemplo a sí mismo: ‘La náusea, frente a un niño que se muere de hambre, ne fais le pas le pois’. No tiene peso alguno, no sirve para nada.”

Jean-Paul Sartre
(1905-1980)
       Resulta congruente, entonces, que Mario Vargas Llosa haya dicho con antelación: “la literatura es una actividad que nace en soledad, a través de un individuo que para producirla se aparta de los demás. Este tipo de individualidad que está detrás de la creación literaria, en la política no existe, pues ésta requiere del entrevero social; el entramado de vidas que se cruzan y se descruzan dentro de una comunidad no es, no ha sido, jamás podrá ser obra de un individuo; la literatura, sí. Pero a su vez, la literatura no puede ser esa acción entreverada del conjunto social que es la política.” 

        En este sentido, apuntalado en lo que argumenta durante su conferencia, acota al inicio de su conclusión provisional: “la literatura no debe ser política, en todo caso, no debe ser sólo política, aunque es imposible para una buena literatura no ser también —y subrayo también— política. Es decir, dar cuenta de la problemática social, del debate sobre los problemas del común, los problemas compartidos y su solución.”
Tesis acorde con su proclividad por la novela total y realista, pero que no coincide del todo con numerosas vertientes de la literatura fantástica y sus intrínsecos valores estéticos.
En “Diálogos: La invención de una realidad”, la citada entrevista de reportero literario que Raymond L. Williams le hizo a Mario Vargas Llosa y que es la segunda de las dos partes centrales del presente librito Literatura y política, descuella una pregunta donde el entrevistador riega el tepache en la sopa de letras, ignorancia u olvido muy notorio en un maestro, en un cartógrafo vargasllosista que, previo a la Cátedra Alfonso Reyes dictada por su entrevistado, dio un curso en torno a la vida y obra de éste y que además estaba a punto de publicar un libro (ya referido) sobre el mismo tema: Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 
Tal pregunta dice a la letra: “Háblanos del trabajo técnico en La fiesta del Chivo, explícanos en términos técnicos el proceso de armado, la utilización del diálogo telescópico, el uso del tú, que me parece una novedad técnica en tu obra, pues no recuerdo haberla visto antes.”
(Alfaguara, 1ª edición en México, febrero de 2000)
        Mario Vargas Llosa, quizá para no quemarlo ante el respetable, no le aclaró que “el uso del tú”, en su obra, es muy anterior a La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), pues él utilizó tal técnica en varios episodios e intrincados fragmentos de su novela La casa verde (Seix Barral, 1965), su tercer libro; por ejemplo, donde se narra, mezclando varios tiempos y lugares, el enamoramiento y la paulatina seducción de don Anselmo (el fundador del primer prostíbulo que le da título a la obra) hacia Toñita (casi niña, ciega y sin lengua), ya entre las bancas de la Plaza de Armas de Piura o en la aledaña cantina La Estrella del Norte; al tratar, en el burdel, de sustituir su infantil ausencia con la habitanta apodada la Mariposa; el robo a caballo de la muchachita y su secuestro y encierro en la torre de la Casa Verde; sus íntimos y eróticos devaneos e interrogantes en la intimidad, con y sin ella; cuando furtivo y en la oscuridad de la madrugada la saca a pasear en el entorno del lupanar; el descubrimiento del correspondido erotismo y la sorpresa del posterior embarazo; y la dramática muerte de la jovencita que contrito y dolido expía ante un cura (quizá el Padre García)  puntualizando que no se la llevó a la fuerza y que ella también lo amaba.

   
(Seix Barral, 18ª edición, Barcelona, diciembre de 1979)
         Cabe señalar que al morir Toñita nace la Chunga, hija de don Anselmo y futura fundadora —veinticinco o treinta años después del incendio de la primera— de la segunda Casa Verde (el antro que frecuentado por los alharaquientos “inconquistables”), donde el susodicho, ya viejo y ciego, toca el arpa, pintada de verde, hasta su fallecimiento (cuyo suceso y velorio coincide con el final de la novela). Y que atosigado por el pesar y los remordimientos, le confiesa su culpa, aún fresca, a Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que prohijara a Toñita tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, el adinerado matrimonio de La Huaca que la protegiera desde que era una bebé abandonada en su puerta) y por ende toda la comunidad de Piura se entera del robo y secuestro de la muchachita y de la identidad del malhechor y una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia, de cuyas llamas, Angélica Mercedes, la joven cocinera del prostíbulo, rescata a la recién nacida: la Chunga, quien de niña, durante un tiempo, subsiste con su padre, borrachín y casi un mendigo, en el miserable barrio de la Mangachería. 

Pero en su respuesta, al hablarle del meollo y de las características de tal técnica, es obvio que Mario Vargas Llosa también está aludiendo al “uso del tú” empleado en la urdimbre de La casa verde de un modo inteligible, envolvente y magistral:
Mario Vargas Llosa
        “Por lo que se refiere al uso de , me han preguntado muchas veces, ¿quién es ese tú? ¿El narrador que habla al personaje?, ¿un punto de vista de la segunda persona?, ¿un narrador que habla desde la segunda persona? No, ese tú es el propio personaje desdoblándose y hablándose a sí mismo. A veces Trujillo, a veces Urania, a veces Antonio de la Maza. Ese tú es el de la intimidad. Es ese tú que usamos para hablarnos a nosotros mismos cuando reflexionamos, cuando divagamos, cuando mantenemos un soliloquio. Es una forma de diálogo. Cuando hablamos o pensamos, nos referimos a alguien, y si ese alguien somos nosotros, se produce un desdoblamiento en nosotros mismos. Ésa es la perspectiva que está graficada por el uso del tú. Pero nunca es el narrador que habla al personaje. Es un narrador que nunca abandona el control de la acción, que sí se acerca al yo íntimo de la persona, al extremo de parecer que se confunde y desaparece en él, pero realmente nunca lo hace. El gobierno de la narración está siempre en ese narrador omnisciente, invisible, pero que goza de una movilidad que le permite no solamente saltar en el espacio y en el tiempo, sino penetrar en la intimidad del personaje.”



Mario Vargas Llosa, Literatura y política. Prólogo de Gonzalo Celorio. Prefacio y entrevista de Raymond L. Williams. Colección Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, ITESM/FCE. 3ª edición. México, septiembre de 2005. 103 pp.



viernes, 2 de enero de 2015

Hansel y Gretel




Ojo por ojo, diente por diente

Nadie de la tribu de la aldea global ignora que “Hansel y Gretel” es uno de los relatos más célebres, de anónimo origen oral, compilados por los Hermanos Grimm en el ámbito del habla alemana (y de ciertas variantes idiomáticas y dialectales): Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), cuya última edición, la séptima, titulada: Kinder- und Hausmärchen, o sea: Cuentos de niños y del hogar, apareció en Berlín, en 1857, con 201 narraciones y 10 leyendas religiosas.
(FCE, México, 2004)
Entre las mil y una ediciones de “Hansel y Gretel” figura la publicada en México, en “abril de 2004”, por el Fondo de Cultura Económica dentro de la serie Clásicos. Se trata de un libro de pastas duras (28.3 x 19.4 cm), con ilustraciones a color de Anthony Browne (Inglaterra, septiembre 11 de 1946), cuya traducción al español de Miriam Martínez —autora del visualmente espléndido cuento infantil De cómo nació la memoria de El Bosque (FCE, 2007)— no se hizo del alemán, sino del inglés, precisamente de un libro publicado en Londres, en 1981, por Walter Books Ltd. Sin embargo, con sus lógicas variantes, ni duda cabe que se trata del famoso cuento de los Hermanos Grimm.
Ineludiblemente, varios detalles de “Hansel y Gretel” evocan ciertas características de “Pulgarcito”, uno de los ocho cuentos del francés Charles Perrault (1628-1703), aparecidos en 1697, en París, en lengua gala, en su libro Historias o cuentos de antaño. Con moralejas, lo cual indica que provienen de un mismo fondo tradicional y narrativo. 
En “Pulgarcito” un pobrísimo matrimonio de leñadores tienen siete hijos, de entre diez y siete años. Una hambruna los inducen a deshacerse de sus vástagos abandonándolos en el bosque a merced de los lobos y de las inclemencias del tiempo (lo cual equivale a un intento de asesinato sin ensangrentarse las manos y sin ver la escena de la atroz muerte). El más pequeño de los niños, Pulgarcito, oye en la noche que sus progenitores cuchichean que los perderán con tal de no verlos morir de hambre. Cuando todos duermen, sale de la casa y recoge piedrecillas blancas que oculta en sus bolsillos y que irá distribuyendo en el trayecto y que les indicarán el camino de regreso. La estrategia es un éxito; pero no después del asedio de la segunda hambruna, pues Pulgarcito tiene que restringirse a un trozo de pan cuyas migajas irá dejando en el recorrido, dado que cuando quiere salir a la intemperie para hacerse de las piedrecillas, la puerta está cerrada con doble llave. En el momento en que en medio del bosque y de la oscuridad de la noche, los siete chiquillos se disponen a regresar, descubren que las aves se comieron las migajas.  
Ilustración de Anthony Browne
Algo parecido sucede en “Hansel y Gretel”, no obstante las coincidencias albergan sus diferencias. El pobrísimo matrimonio de leñadores lo constituyen un padre y una madrastra; atacados por el hambre, aquí es ella la que sonsaca al pusilánime de su marido con la treta de perder a los niños en medio de la oscuridad y de los peligros del bosque; mientras que en “Pulgarcito” es el progenitor el que tiene la maligna ocurrencia y la expone a su mujer, quien, pese a sus airadas protestas y remordimientos, acepta y conviene la diabólica idea. En “Hansel y Gretel” ambos oyen, en la noche y desde su cama, lo que planean los mayores y es el niño el que sale de la casa mientras éstos duermen y se llena los bolsillos de piedrecillas blancas que, a la luz de la luna, les indican el camino de regreso. De nuevo por el hambre, para la segunda partida, Hansel quiere hacer lo mismo, pero la puerta está cerrada con llave y tiene que limitarse a un trozo de pan, cuyas migajas se comen los pájaros y por ende no pueden regresar y se pierden.
Ilustración de Anthony Browne
En el cuento de Charles Perrault, Pulgarcito, muy listo y temerario, es el héroe que toma todas las iniciativas para guiar y salvar a sus seis hermanos y, al término, para enriquecer y beneficiar al grupo familiar. Cuando por segunda vez los siete niños se hallan extraviados en la oscuridad del bosque, Pulgarcito se sube a un árbol y ve una lejana luz que empiezan a seguir y que finalmente los lleva a una casa donde vive un feroz ogro, con su esposa y sus siete pequeñas ogresas. 
En “Hansel y Gretel”, si bien es el niño el que toma la iniciativa de llevar piedrecillas escondidas en los bolsillos y luego de ir dejando en el camino migajas del trozo de pan, la heroicidad de salvarse de los peligros del bosque y de regresar vivos y ricos la comparten ambos. Por segunda vez perdidos en la arboleda, al tercer día Hansel y Gretel ven un hermoso pájaro blanco, de extraordinario canto, que los guía y lleva hasta una solitaria casita, que en este caso es “de galleta, ¡y las ventanas de azúcar claro y brillante!”
Ilustración de Anthony Browne
En “Pulgarcito”, el ogro, que suele comerse los niños que cocina su insultada y temerosa mujer, tiene un olfato agudo y animal y por ende descubre a los siete chiquillos escondidos bajo una cama. En “Hansel y Gretel” la dizque amable viejecilla que les da cobijo resulta ser una bruja con la vista muy corta y el olfato muy sensible y por ende olió su presencia en el bosque. La bruja encierra a Hansel en una jaula, donde empieza a alimentarlo para que engorde y luego, cuando ya esté en su punto, lo cocinará y lo devorará. Gretel, a quien vuelve su criada y alimenta con las sobras, es quien día a día le da de comer a su hermano. Dado que la bruja es cegatona, Hansel, cuando ésta le pide que saque el dedo para tocárselo y ver si ya engordó, saca un hueso de pollo en vez del dedo y así logra engañarla hasta que un mes después la vieja se desespera y decide darse el gran banquete. Gretel es quien acarrea el agua para preparar el caldero y quien enciende el fuego. La bruja decide que primero hornearán hogazas de pan. Luego le ordena a la niña que se asome al horno y verifique si ya está caliente para introducir la masa; dado que finge no saber cómo se hace, la vieja decide enseñarle el modo: mete “la cabeza en el horno” y “Entonces Gretel la empujó con todas sus fuerzas, cerró la tapa de hierro y echo el cerrojo.
“Sin perder un minuto, Gretel corrió a donde estaba su hermano, abrió la jaula y exclamó:
“—¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!”
Ilustración de Anthony Browne
Los niños, exultantes, se besan y apapachan. Y antes de emprender el regreso a su casa, descubren que “en todos los rincones” de la casa de la bruja “había cofres de perlas y piedras preciosas”. Hansel y Gretel se roban todas las que pueden y luego son auxiliados por un pato blanco que, montados en su lomo (primero uno y luego el otro), los ayuda a cruzar el río y los deja en las cercanías de su vivienda. Cuando llegan a ésta los recibe su padre, repleto de remordimientos, y descubren que, por fortuna, “La madrastra ya había muerto. Hansel y Gretel vaciaron sus bolsillos y las piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo. Sus penas habían terminado. Vivieron juntos y felices para siempre.”
Vale decir que, según se lee en Cuentos completos de Charles Perrault (Anaya, Madrid, 1997), “Pulgarcito” es un relato mucho más rico en minucias y anécdotas. Luego de ser descubiertos bajo la cama, el ogro, al ver a los siete niños, quiere que su esposa los cocine enseguida. Pero la mujer logra que postergue la matanza y los siete escuincles son enviados a dormir en una cama contigua a la cama donde duermen las siete pequeñas ogresas del ogro, cada una con una corona de oro en la cabeza. Pulgarcito, previsible, cuando todos duermen, intercambia las coronas de oro por los gorros de él y sus hermanos. El ogro, pensando que no debe dilatar la tarea de matarife, deja su cama por un momento y, con un filoso cuchillo, degüella a sus siete ogresas suponiendo, por los gorros que toca en la oscuridad, que son los siete chiquillos.
Ilustración de Gustave Doré
A la mañana siguiente, el ogro descubre los cuerpos de sus hijas nadando en un charco de sangre. Arroja una jarra de agua en las narices de su mujer, quien yacía desmayada tras descubrir la sangrienta escena, y le ordena que le prepare sus botas de siete leguas porque saldrá veloz tras los chiquillos, quienes huyeron durante la noche. 
Con sus poderosas botas de siete leguas, que le permiten andar de prisa y saltar montañas y ríos, el ogro está apunto de alcanzar a los chamaquitos. Pero como tales botas agotan más de la cuenta, el ogro se sienta a descansar en una gran roca donde se queda dormido dando tremendos ronquidos. Da la casualidad que los siete niños se habían escondido en el hueco de tal piedrota. Pulgarcito les dice a sus seis hermanos mayores que regresen a la casa de sus padres y él le quita al ogro las botas de siete leguas y se las pone, las cuales, por un hechizo, se ajustan al tamaño de quien las usa. 
Ilustración de Gustave Doré
Con las botas de siete leguas, Pulgarcito, raudo, se dirige a la casa del ogro y para robarle sus bienes y en un tris enriquecer a su pobre familia, a la esposa de éste le expone una gran mentira:
“—Vuestro marido —le dijo Pulgarcito— corre mucho peligro, pues ha caído en manos de una banda de ladrones, que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal en el cuello, me vio y me rogó que viniera a avisaros de la situación en que se encuentra, y que os dijera que me dieseis todo lo que tiene de valor, sin dejar nada, porque de lo contrario lo matarán sin misericordia. Como la cosa urge, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas, como podéis ver, para ir más de prisa, y también para que no creyerais que soy un impostor.
“La buena mujer, muy asustada, le dio en seguida todo lo que tenía, pues aquel ogro, aunque se comiera a los niños pequeños, no dejaba de ser un buen marido. Pulgarcito, cargado de todas las riquezas del ogro, volvió a casa de su padre, donde lo recibieron con mucha alegría.”
Vale apuntar que el cuento de Charles Perrault añade un final que torna legendario el robo de Pulgarcito y donde se asegura que, en la Corte, ofició de espía, correo, correveidile e influyente trepador:
Hay quienes “Aseguran que, cuando Pulgarcito se hubo calzado las botas del ogro, se fue a la Corte, donde se enteró de que estaban muy preocupados por un ejército que estaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se había librado. Dicen que fue a ver al Rey, y le dijo que, si quería, le traería noticias del ejército antes de acabar el día.
“El Rey le prometió una buena cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo noticias aquella misma tarde, y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo, ganaba todo lo que quería, pues el Rey pagaba perfectamente bien por llevar sus órdenes al ejército, y, un sinfín de damas le daban todo lo que quería por tener noticias de sus amantes, y de ahí sacó sus mejores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y suponían tan poco, que ni se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado.
“Después de haber hecho durante algún tiempo el oficio de correo y de haber amasado una buena fortuna, volvió a casa de su padre, donde no es posible imaginar lo que se alegraron de volver a verlo. Acomodó a toda su familia. Compró cargos de nueva creación para su padre y para sus hermanos; y por ahí los fue colocando a todos, al mismo tiempo que se creaba una excelente posición en la Corte.”
Los Hermanos Grimm

Hermanos Grimm, Hansel y Gretel. Traducción del inglés al español de Miriam Martínez. Ilustraciones a color de Anthony Browne. Clásicos, FCE. México, 2004. S/n de p. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

Tifón


 No todo se encuentra en los libros

Typhoon, novela corta o relato largo de Joseph Conrad (1857-1924), apareció por entregas, en 1902, en los primeros números de la revista británica Pall Mall, y en 1903, en Londres, en el libro Typhoon and other stories. La traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville, con el número 82 de la Colección Fontamara, se editó en Barcelona en “octubre de 1979”; mientras que la “Primera edición mexicana” se hizo una década después “en los talleres gráficos de Premià” (Tlahuapan, Puebla). Según una nota, Fontamara agradece “el asesoramiento en terminología náutica del oficial radiotelegrafista de la marina mercante D. Alfonso Aguirre García Pumarino. Todo error que en este terreno pueda subsistir es de plena responsabilidad de la editorial.” Al igual que las hermosas erratas que adornan sus páginas, ausentes en la edición de Alianza Editorial, impresa en Madrid en 2008.  
(Fontamara, Tlahuapan, 1989)
        Dividido en seis capítulos, Tifón narra, centralmente, la serie de peripecias y tribulaciones vividas a bordo del Nan-Shan —un vapor de manufactura británica destinado a navegar en los mares de la China Meridional y Oriental—, cuando un poderoso huracán los sorprende al cruzar el Estrecho de Formosa (frente a la actual isla de Taiwán). 

Construido en Dumbarton (Escocia) a solicitud de “los señores Sigg e hijo”, una firma de comerciantes de Siam” (la actual Tailandia), el Nan-Shan no cumple aún tres años y su armadura y tecnología es de lo más avanzada. Y desde el principio ha sido comandado por el capitán MacWhirr, oriundo de Belfast e iniciado en la marinería a los 15 años de edad. Pese a tratarse de un navío mercante y no de pasajeros, la misión inmediata del Nan-Shan es trasportar “desde el sur hacia el puerto de Fu-chau” (o Fuzhou) 200 chinos de la compañía Bun-Hin “que volvían a sus respectivos pueblos de la provincia de Fo-kien [o Fujian], después de varios años de trabajo en distintas colonias tropicales”. 
Poco antes de que a eso de las 10 de la mañana “un oleaje de través” comience “a subir desde el Canal de Formosa”, la voz narrativa traza una imagen de los chinos en la cubierta del Nan-Shan: “La mañana era espléndida, el mar aceitoso se henchía sin una burbuja, y en el cielo había un curioso manchón blanco, velado, como un halo del sol. La cubierta de proa, atestada de chinos, estaba llena de ropas sombrías, rostros amarillos y coletas, salpicada a la vez de muchos hombres desnudos, porque no había viento, y el calor era asfixiante. Los culíes descansaban, hablaban, fumaban o miraban fijamente por encima de la barandilla; algunos, subiendo agua por el costado del barco, se duchaban unos a otros; unos cuantos dormían sobre escotillas, en tanto varios grupos pequeños, de seis, sentados en cuclillas, rodeaban bandejas de hierro con platos de arroz y minúsculas tacitas de té; y cada uno de los celestiales llevaba consigo todo lo que poseía en el mundo —un arcón de madera provisto de un resonante candado y esquinas de bronce, que encerraba los ahorros de su trabajo: algunas ropas ceremoniales, varillas de incienso, tal vez un poco de opio, unos cuantos cachivaches de valor convencional, y un pequeño tesoro de dólares de plata, obtenidos con gran esfuerzo en gabarras carboneras, ganado en casas de juego o en míseros trueques, desentrañados de la tierra, logrados fatigosamente en minas, en líneas ferroviarias, en selvas letales, bajo grandes cargas— amasados con paciencia, cuidadosamente guardados, ferozmente protegidos.” 
Joseph Conrad en medio del capitán David Bone y Murhead
         Pese al cuidado del capitán y a que es un viejo lobo de mar, parece haber olvidado que el Nan-Shan se halla “en los mares de la China, durante la época de los tifones”, en una zona donde no son extraños, pues cuando los naturales signos anuncian la cercanía e inminencia de un huracán, no es él quien los olfatea y lee, sino el joven Jukes, el primer oficial, quien a las 20 horas de ese aciago día (un 24 de diciembre, durante la Nochebuena) entra al cuarto de la derrota y apunta en la bitácora en medio del fuerte y exasperante balanceo del barco: “8 p.m. el oleaje aumenta. El buque avanza con esfuerzo y hay agua en las cubiertas. Hicimos bajar a los culíes para pasar allí la noche. El barómetro sigue bajando [...] Quizá no pase nada [piensa...] Todas las apariencias anuncian la proximidad de un tifón.” 

Joseph C0nrad en 1873
        No obstante, no es Jukes quien decide la estrategia para enfrentar el fenómeno cuando ya está encima de ellos soplando y aullando, sino el capitán MacWhirr, quien no accede a dirigir el barco de “proa hacia el este” y desviarlo de su ruta “más de cuatro cuartas”, como propone el joven. Y entre lo que el capitán le esgrime subrayándole que “no todo se encuentra en los libros”, le reafirma: “Un temporal es un temporal, señor Jukes [...] y un vapor de gran potencia tiene que hacerle frente. El mal tiempo que anda golpeteando por el mundo tiene un límite, y lo correcto es atravesarlo sin ninguna de esas ‘estrategias de tormenta’, como el tal capitán Wilson, del Melita, las llama.”

Postura que vuelve a sostener muchas horas después de iniciada la refriega, cuando ya en la madrugada (en las primeras horas del 25 de diciembre) el tifón parece que pasó y en medio de la calma (ente 15 o 20 minutos), en la derrota, colige que se avecina “lo peor”. El capitán le ordena a Jukes que sustituya al timonel, que está rendido, y le indica con la esperanza de “salir al otro lado” (no obstante que el mortal riesgo “será aterrador”): “No deje que nada lo desconcierte [...] Manténgalo de proa a la tempestad. Pueden decir lo que quieran, pero las olas más pesadas corren con el viento. De proa —siempre de proa— esa es la forma de salir al otro lado. Usted es marinero joven. Hágale frente. Eso es bastante para cualquier hombre. Manténgase sereno.”
El capitán MacWhirr, poco oído y mal apreciado en su lejano hogar en Londres (tiene mujer y dos jóvenes hijos, que, si hubieran leído en su carta, se habrían enterado que “entre las 4 y las 6 de la mañana del 25 de diciembre”, “creyó efectivamente que su barco no podría sobrevivir” y que nunca volvería a verlos), y pese a que no es una lumbrera, también es el héroe de otro ciclón que al unísono vive el Nan-Shan
  Resulta que esos 200 culis, trasladados de la cubierta a la bodega del entrepuente de proa para pasar allí la noche en que se desencadena el tifón, precisamente con las fuertes sacudidas y con el brusco vaivén en medio de la tormenta, alguno o varios de sus arcones se rompieron y sus cosas se desparramaron y rodaron y con ellas sus dólares, y comenzó, por éstos, una confusa y convulsiva pelea de todos contra todos, que no se logró controlar hasta que en una incursión por la oscura y estrecha carbonera, la tripulación de blancos —refugiada “en el pasillo de babor, bajo el puente”—, siguiendo la iniciativa del carpintero, con cadenas y cabos, los empujan y amontonan contra el mamparo. Y según reporta Jukes al capitán, quedaron amarrados “por todo el entrepuente”. 
El caso es que Jukes posee prejuicios de megalomanía y xenofobia (síndrome que comparte con los marineros blancos); según él iba a renunciar luego de que la bandera británica fue cambiada por la bandera de Siam (fondo rojo con un elefante blanco en el centro) y parodia, burlándose con jocosidad, el modo de hablar del traductor chino de la compañía Bun-Hin. Así que cuando ya sucedió la segunda embestida del tifón, los hubiera dejado allí, atados bajo cubierta (teme su furia, su fuerza, su número y un posible motín) y quizá sin alimentos (“los chinos no tiene alma”, dice), durante las más o menos 15 horas de navegación que aún les restaban para llegar al puerto de Fu-chau.  
Joseph Conrad en cubierta
          El capitán MacWhirr quizá no sea un xenófobo ortodoxo, pero sí parece compartir ciertos atavismos raciales cuando en la preliminar discusión con Jukes en torno a la llegada del tifón y el modo de confrontarlo, exclama: “¡Los chinos! ¿Por qué no dice las cosas claramente? [...] Jamás he oído hablar de un montón de culíes como si fueran pasajeros. ¡Vaya pasajeros! ¿Qué mosca le ha picado?” Y dado que Jukes quiere mover el barco de “proa hacia el este”, el capitán le debate: “¿Hacia el este? —repitió, rayando en el asombro—. Hacia el... ¿Hacia dónde cree que nos dirigimos? Quiere que desvíe de su rumbo cuatro cuartas a un vapor de gran potencia, ¡para que los chinos estén cómodos!”  

Sin embargo, es el capitán MacWhirr quien en medio de la tempestad, al enterarse de que los chinos pelean por los dólares, ordena, para calmarlos y eludir que la bronca empeore, que Jukes baje y suba el dinero.   Cosa que resulta imposible y no se hace. Y luego, cuando en la madrugada se avecina la segunda arremetida del tifón, equipara, ante Jukes, el destino y la suerte de amarillos y blancos: “Había que hacer lo justo para todos —no son más que chinos— demonios. El buque no está perdido aún. Bastante duro [es] estar encerrado abajo en una tempestad”.
Y cuando ya ocurrió el segundo ataque del fenómeno y Jukes, que pilotó el timón y duerme, de pronto es despertado por el camarero con la alarmante noticia de que el capitán está dejando salir a los chinos: “¡Oh, los está dejando salir! Corra a cubierta, señor, y sálvenos. El jefe de máquinas acaba de bajar corriendo en busca de su revólver.” Así que Jukes, según le narra a un amigo en una carta, “me metí de un salto en los pantalones y volé a la cubierta de proa”. Pero lo hace con otros seis, que van hacia la derrota armados con rifles. “Nos fuimos al ataque, los siete, hacia la derrota. Todo había terminado. Allí estaba el viejo, con sus botas marineras todavía subidas hasta las caderas, y en mangas de camisa; debió acalorarse de tanto pensarlo, supongo. El empleado dandy de Bun-Hin, a su lado, sucio como un barrendero, estaba todavía verde. Comprendí en el acto que me esperaba una buena.
“¿Qué demonios son estas jugarretas, señor Jukes? [...] Por el amor de Dios, señor Jukes [...], quite los rifles a estos hombres. Alguien resultará herido, y pronto, si no lo hace. ¡Maldita sea si este buque no es peor que un manicomio! Ahora fíjese bien. Lo quiero aquí para que me ayude a mí, y al chino de Bun-Hin, a contar ese dinero [...]
Joseph Conrad
Nom de plume de Józef Teodor Konrad Korzeniowski
(Berdyczów, diciembre 3 de 1857-Bishopsbourne, agosto 3 de  1924)
        Y es que el capitán, cuya prerrogativa parece ser aquello de que “Hay cosas sobre las cuales los libros no dicen nada”, después de meditarlo, decidió que “por el bien de los dueños y del nombre del barco: ‘por el bien de todos los interesados’”, incluidos los chinos, decidió contar el dinero y repartirlo entre éstos. “Terminamos la distribución antes del anochecer. Fue todo un espectáculo: las olas eran altas, el buque estaba hecho un desastre, los chinos subían al puente tambaleándose, uno por uno, para recibir su parte, y el viejo, todavía con las botas puestas y en mangas de camisa, atareado pagándoles en la puerta de la derrota, sudando como loco, y de cuando en cuando poniéndose furioso conmigo o con el Padre Rout, por algo que no le parecía bien. Él mismo llevó la parte que les correspondía a los inválidos, a la escotilla número dos. Quedaban tres dólares, y esos los entregó a los tres culíes más malheridos, uno a cada uno. Luego pusimos manos a la obra y sacamos a cubierta, con palas, montones de harapos mojados, toda clase de pedazos de cosas informes, a las que era imposible dar nombre, y dejamos que ellos mismos decidieran a quién pertenecían las cosas.” 



Joseph Conrad, Tifón. Traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville. Colección Fontamara núm. 82, Editorial Fontamara. 1ª ed. mexicana. Tlahuapan, Puebla, 1989. 128 pp.