domingo, 1 de febrero de 2015

La ninfa inconstante



Friso con desnudos escritos

Nacido en Gibara, provincia de Oriente, Cuba, el 22 de abril de 1929, Guillermo Cabrera Infante murió en Londres, Inglaterra, el 21 de febrero de 2005; de ahí que La ninfa inconstante sea una novela póstuma publicada por primera vez en 2008, en Barcelona, por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
(Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, México, 2008)
Pese a que no se trata de una gran novela a la altura de Tres tristes tigres (Seix Barral, 1967) y de La Habana para un infante difunto (Seix Barral, 1979), La ninfa inconstante, construida con capítulos breves (a veces fragmentarios), es una obra amena y lúdica repleta de esas eufónicas paranomasias y aliteraciones tan frecuentes en ciertos cauces de su particular e insigne estilo narrativo y crítico.
La voz narradora en primera persona —y principal personaje— es la del propio Guillermo Cabrera Infante, lo cual no significa que el desocupado lector se halle ante una novela autobiográfica en sentido estricto, sino que retoma elementos de tal naturaleza y los mezcla con otros que, se transluce y colige, no lo son. 
Guillermo Cabrera Infante
En tal tesitura se desglosa la narración que oscila entre el presente y el pasado. El autor ya es el celebérrimo escritor cubano que desde 1966 vive su largo exilio en Londres y desde allí evoca ciertos pasajes de su leyenda y mitología personal vividos hace décadas en La Habana entre junio y septiembre de 1957, cuando por entonces hacía crítica de cine en la revista Carteles con el no menos eximio pseudónimo de G. Caín (que transluce su nombre propio), período que los diseminados lectores de su obra conocen muy bien a través de Un oficio del siglo XX (Ediciones R, 1963), libro que compila sus recensiones y críticas al celuloide publicadas en Carteles entre 1954 y 1960 y en Revolución entre 1959 y 1960; y aquí vale mencionar la atractiva y excelente reedición de tal libro impresa en Madrid, en 1993, por Aguilar y Ediciones El País, en cuya contraportada se observa una foto del joven G. Caín tomada por Néstor Almendros, donde parece un bailarín (con look de pachuco de los años cuarentas-cincuentas) de un habanero night club; todo lo cual puede enriquecerse con las anécdotas que el propio Guillermo Cabrera Infante narra en la larga entrevista que en 1977 le hizo Danubio Torres Fierro, antologada en Infantería, ladrillesco volumen de más de mil y una páginas publicado en México, en 1999, por el Fondo de Cultura Económica, cuya “Compilación, selección de textos e introducción” se deben a la dupla de investigadores: Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí. 
(El País/Aguilar, Madrid, 1993)
Un oficio del siglo XX (El País/Aguilar, 1993)
Contraportada
G. Caín, pseudónimo de Guillermo Cabrera Infante
Foto: Néstor Almendros
(FCE, México, 1999)
Así, en La ninfa inconstante el meollo de las reminiscencias, digresiones, juegos de palabras y paráfrasis del narrador es el fugaz encuentro-desencuentro con una rubia adolescente, llamada Estela, que aún no cumple los 16 años (se da por entendido que G. Caín tiene 28), cuyo magnetismo y sensualidad por unos momentos le recuerdan el erotismo consustancial de la sex symbol Brigitte Bardot, sin duda a imagen y semejanza de Juliette —Brigitte Bardot en el churro hollywoodense Y Dios creo a la mujer (1956)—, la joven amoral y huérfana “recogida por una pareja de casados”, quien “toma baños de sol desnuda a la orilla de la carretera, porque no tiene noción de su cuerpo” (Caín dixit).
Brigitte Bardot
Pero en el intríngulis del divertimento evocativo y narrativo de La ninfa inconstante, pulula y bulle una buena dosis dramática, existencialita, depresiva y desoladora. Además del permanente y abismal contraste entre la erudición y la cultura de G. Caín (implícitos en sus coloquiales chistes y chistoretes) y la inefable e inveterada ignorancia de la mujer-niña, su fragmentaria semblanza denota la oquedad de su índole inasible y evanescente; ella es una Lolita habanera sin sentido del humor, a quien no le gusta la música y quien nunca sonríe ni ríe, y a quien no tarda en descubrir “falsa y traicionera”, por lo que parece lógico que luego diga que “que ella no creía ni en ella”, que la encuentre “patológicamente incapaz de ningún afecto”, que para ella la vida era “un veneno lento que había que apurar”, y que casi al término, entre algunos atisbos de su vacío y promiscuidad sin tapujos (muy libertina, ninfómana y sáfica), deduzca lo obvio: que él sólo le sirvió para que ella se librara de su madrastra (y padrastro) y para huir de su opresiva casucha.
El joven cubano Guillermo Cabrera Infante en la azotea de Carteles,
revista habanera donde entre 1954 y 1960 hizo crítica de cine con el
pseudónimo de G. Caín.
Foto anónima, fechada en 1957, incluida en la segunda de forros de su novela
póstuma La ninfa inconstante (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008).
Casi en las últimas páginas, Caín decide matarla y en su interior lo hace o con el tiempo muere para él (o en realidad murió), pese a que, ¡oh paradoja!, ella siga viva y candente en su memoria convertida en novela póstuma: cenizas de ave fénix condenadas a encenderse y revivir (por los siglos de los siglos) cada vez que un lector las lea, ya sea en un cavernario y apolillado libro o en un artilugio digital, esté o no esté latente en el limbo del ciberespacio.
Brigitte Bardot

Guillermo Cabrera Infante, La ninfa inconstante. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores (59). 1ª impresión mexicana. México, 2008. 288 pp.


Lolita




Una típica chiquilla que se hurgaba la nariz

La explosiva leyenda negra que suscitó Lolita y que la convirtió en un best seller —novela que el ruso Vladimir Nabokov (1899-1977) escribió en lengua inglesa—, comienza por el hecho de que vio su primera edición en 1955, en Olympia Press, una editorial parisina de “acrecentada fama pornográfica” que imprimía libros en inglés, luego del rechazo de cuatro mojigatas y prejuiciosas editoriales gringas. Aplaudida o despreciada con sonaras fanfarrias como “encantadora”, “inmoral”, “decadente”, “ultrajante” y “maldita”, Lolita fue prohibida en Francia y en Inglaterra; y sólo después de tres años de la edición francesa pudo ser publicada en Estados Unidos. Una época en la que según Nabokov había “por lo menos tres temas absolutamente prohibidos por casi todos los editores norteamericanos”: el que desarrolla en su libro (centralmente: el semiincestuoso vínculo sexual entre un hombre de entre 37 y 39 años y una chiquilla de entre 12 y 14) y el de “un casamiento entre negro y blanca de éxito completo y glorioso que fructifique en montones de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años”. La obra de Vladimir Nabokov, sin embargo, no es pornográfica ni hace una apología de la pederastia; es —con su urdimbre imaginaria, irónica, lúdica, mordaz, sensual, erótica, provocativa, psicótica, dramática, revulsiva e iconoclasta— un divertimento con un desbordante placer estético y erudito.
 
(Anagrama, 4ta. ed., Barcelona, 1989)
      Lolita son las supuestas confesiones póstumas de un “extranjero anarquista” asentado en la Unión Americana (después de que en el verano de 1939 un tío le dejara una holgada herencia), “un viudo de raza blanca” nacido en París, en 1910; es decir, Humbert Humbert (su pseudónimo), preso en la cárcel, murió de trombosis coronaria el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso ante el juez, cuya causa fue el crimen que cometió en septiembre del tal año. Se trata, entonces, de las delirantes y minuciosas memorias (repletas de digresiones, pistas falsas y datos sorpresivos) que un homicida escribió preso durante 56 días (“primero en la sala de observación para psicópatas” y luego en la celda), no sólo para satisfacer la curiosidad de ciertos psiquiatras y los requerimientos de su abogado defensor, sino también como una herencia con tildes y remanentes literarios y eróticos, ante la cual, por la expiación e intimidad que implica, dispone en su testamento que sólo se publique después de su muerte y del fallecimiento de su amada e inasible Lolita, puesto que, finalmente, es la única inmortalidad que puede compartir con ella.


Vladimir Nabokov
  Las memorias aparecen precedidas por un preámbulo firmado en “Widworth, Mass.” por el doctor en filosofía John Ray Jr., primo del abogado de Humbert Humbert, donde alude el deceso de éste y el de la esposa de Richard F. Schiller (nada menos que Lolita, se desvela casi al final de la obra) al dar a luz un niño muerto la Navidad de 1952, que Humbert cometió un crimen, que escribió en la cárcel, de sus disposiciones póstumas en torno a la publicación y que no se trata de un libro obsceno. Sin embargo, para conjurar equívocos y posibles satanizaciones, el prologuista toma distancia de él: “es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción”. 

Con tales datos se desencadena la intriga, que es uno de los ingredientes y estratagemas que alimentan y avivan la tensión y el suspense, dado que Vladimir Nabokov, a lo largo de la novela, siempre adelanta uno o varios puntos anecdóticos que esclarece en seguida o un poco después o hasta el término. El pasaje que el memorioso de marras cuenta al final es, precisamente, el peliculesco asesinato del escurridizo y nebuloso Clare Quilty en su casona de madera en Grimm Road, a doce millas de Parkington, Michigan, que es el crimen que le arrebató la libertad y en consecuencia el suceso que incide en la escritura de sus memorias.

Lolita (Sue Lyon)
Fotograma de Lolita (1962), filme dirigido por Stanley Kubrick
  En este sentido, Lolita es el minucioso, burlesco, bufo y empedernido historial clínico de un maniático cuarentón obsesionado por ciertas niñas, pero sobre todo por la escuincla que le da título al libro. Para resumir los rasgos erótico-demoníacos que según él caracterizan y definen a las chamaquitas que lo seducen, Humbert Humbert articula el epíteto de nymphettes —“nínfulas”, traduce Enrique Tejedor—, cuyas para él apetecibles latitudes y edades oscilan entre los nueve y los catorce años de edad.

Tras una experiencia frustrante, traumática, desoladora e inolvidable que tuvo a los trece años durante unas vacaciones en la Riviera, se quedó prendido del hechizo que le provocó una nínfula (Annabel) unos meses menor que él; y sólo 24 años después, con Lolita, logra realizar y vivir plenamente ese prurito autómata y compulsivo que lo hacía observar y perseguir (desde cierta aséptica e inofensiva distancia de inveterado y secreto voyeur) a las niñas que paseaban en un parque o que salían de una escuela.

Vladimir Nabokov
(San Petesburgo, Rusia, abril 22 de -1899-Montreux, Suiza, julio 2 de 1977)
  Con un terrible humor negro, sumamente paródico, corrosivo, crítico y sarcástico, Humbert Humbert desglosa sus evocaciones salpicadas de palabras y expresiones en francés, haciendo todo un alarde de sabiduría libresca, lingüística y literaria, al mismo tiempo que clava su mirada filosa y corrosiva en el entorno social y en el estereotipado modo de vida americano, el cual corporifica al describir la personalidad, los rasgos y el comportamiento de los personajes que lo rodean u observa. En medio de todo ello, y con la abundancia de digresiones y alusiones complementarias, cobra particular relevancia el flechazo, el enamoramiento que experimenta Humbert Humbert, quien aún se recupera de largas temporadas en sanatorios psiquiátricos y padece alucinaciones durante las tormentas eléctricas, nada más mira a Lolita por primera vez en Ramsdale, pueblito de Nueva Inglaterra, durante el verano de 1947, en una casa donde dudaba en ser huésped y donde la viuda Charlotte Haze es la patrona y madre de su única escuincla de doce años, quien si bien nació el 1 de enero de 1935 en Pisky, en el medio Oeste, curiosamente comenzó a gestarse en abril de 1934 “en un cuarto azulado”, “en la hora de la siesta”, cuando Charlotte y el difunto Harold E. Haze hacían “su luna de miel en Veracruz” y por ende entre los astrosos adornos de la casa no faltan las chucherías mexicanas.



Lolita (Dominique Swain)
Fotograma de Lolita (1997), película dirigida por Adrian Lyne
       Cuando Humbert, con un divorcio a cuestas, ya se ha convertido en viudo (su reciente esposa, la madre de Lolita, muere trágicamente en un súbito accidente apenas dos meses después de que él llegara a Ramsdale), recoge a su hijastra, quien estaba alejada por la mamá en un campamento veraniego a cien millas de Parkington, y emprende con ella, en el sedán azul de la fallecida Haze, un viaje de locura por la geografía americana que dura un año (entre “agosto de 1947 y agosto de 1948”), para después establecerse en Beardsley, Nueva Inglaterra, donde la chavala es inscrita por su “padrastro” en “una elegante escuela” para niñas ricas “con falsas presunciones británicas”. 

En Beardsley, a fines de mayo de 1949, tras una virulenta discusión con insultos incitada por los paranoicos celos de él y bajo la intransigencia y dominio de ella, quien ahora decidirá la azarosa ruta, abandonan todo (casa, escuela, obra teatral, clases de piano) y emprenden otro viaje en el remozado sedán azul, que los lleva, de nueva cuenta, a vagabundear entre toda una variedad de hoteles y miserables moteluchos de carretera; pero en este viaje  —además de ser perseguidos por un semicalvo que pilota un furtivo y veloz auto rojo, quien, según supone Humbert, quizá sea un amante de ella o un detective o las dos cosas a la vez y al que apoda con el nombre de un primo suizo suyo: Gustave Trapp— Lolita se escapa, precisamente con éste, según le revela ella en un mensaje que le deja con una enfermera al concluir, en julio de 1949, su rápida recuperación de unas fiebres infecciosas en el hospital de Elphinstone.

Vladimir Nabokov
   Humbert Humbert, maníaco y obseso, la busca durante tres años sin encontrarla y sin descubrir la identidad del no menos demencial Gustave Trapp (su objetivo: matarlo y recuperarla). Pero sólo la halla cuando Lolita, con 17 años, le envía a su departamento de profesor en Nueva York una carta fechada el 18 de septiembre de 1952, cuya firma reza: “Dolly (señora de Richard F. Schiller)”, donde le dice que está casada con un desempleado (por ende le pide dólares sin precisarle su domicilio) y que espera un hijo que nacerá en las próximas Navidades. Humbert Humbert localiza la casucha en un miserable distrito de Coalmont, poblado industrial a 800 millas de Nueva York, y descubre, con la pistola oculta y el dedo en el gatillo, que el tal Richard o Dick Schiller (no es el calvo que él bautizara como Gustave Trapp). Humbert la presiona y ella le revela el funesto nombre del odiado y volátil personaje: Clare Quilty. 


Lolita (Dominique Swain)
Fotograma de Lolita (1997), filme dirigido por Adrian Lyne
        Es entonces cuando localiza, tortura y mata a balazos a tal alcohólico, vicioso, impotente y degenerado dramaturgo y guionista de cine que la sedujo y se la quitó (quien en un rancho urdía orgías entre adultos y menores de edad y las filmaba), cuyo subrepticio asedio comenzó cuando Lolita tenía diez años en Ramsdale, pues conoció a su madre, y sin que Humbert lo advirtiera, en “El cazador encantado”, el hotel de Briceland donde se hospedaron el primer día que él la recogió en el campamento veraniego, burlesca razón por la que Clare Quilty más tarde estuvo oculto en la autoría del libreto “Los cazadores encantados”, la obra teatral que Lolita mandó al traste cuando decidió que Humbert y ella abandonarían Beardsley.

Las travesías, las vivencias e interacciones entre los protagonistas ponen de manifiesto las fobias que atosigan y envenenan la sangre y la imaginación mórbida, pormenorizada y paranoide de Humbert Humbert: que Lolita deje de ser su nínfula; que los descubran y la pierda; que lo engañe con otro o huya con alguno. Pero al unísono contrastan la cultura, la psicosis, la supuesta templanza y la pasión enloquecida de Humbert por Lolita, con la frivolidad, la ligereza y el infantilismo con que ésta se comporta, a lo que se añade el desamor, el menosprecio y el resentimiento con que lo trata (“cuánto tiempo seguiremos viviendo en cabañas hediondas, siempre haciendo marranadas y sin portarnos como personas normales”, le pregunta), impregnado de su carácter voluble, caprichoso e irritable y de un casi permanente malhumor y de llantos nocturnos, indicios de los trasfondos estresantes, neuróticos y neurálgicos que la indujeron a abandonarlo para siempre, pues incluso rechaza su invitación de dejar a Dick e irse con él dándole un mazazo certero: “preferiría volver con Cue” (el alias de Quilty). No extraña, entonces, que entre sus últimas reflexiones en la cárcel, Humbert concluya: “lo esencial, lo más terrible de todo era esto: en el curso de nuestra singular relación, Lolita había advertido, con creciente claridad, que aun la vida de la familia más mísera era preferible a esa parodia de incesto que, a la larga, fue lo único que pude ofrecer a la chiquilla.”

Lolita
(Dominique Swain)

Vladimir Nabokov, Lolita. Nota del autor sobre la novela fechada el “12 de noviembre de 1956”. Traducción del inglés al español de Enrique Tejedor. Colección Panorama de Narrativas núm. 81, Editorial Anagrama. 4ª edición. Barcelona, 1989. 352 pp.

********

Enlace a un trailer de Lolita (1962), película dirigida por Stanley Kubrick, basada en la novela homónima de Vladimir Nabokov.

Enlace a Lolita (1997), película dirigida por Adrian Lyne (con subtítulos en español alternativos), basada en la novela homónima de Vladimir Nabokov.


viernes, 23 de enero de 2015

Literatura y política


 La literatura es una actividad que nace en soledad
                                  
I de II
El doctorado honoris causa con que el jueves 23 de septiembre de 2010, en el Palacio de Minería de la Ciudad de México, la centenaria UNAM invistió al escritor Mario Vargas Llosa (entre catorce intelectuales presentes y dos ausentes), trajo a la palestra que en 2005 lo había doctorado la Universidad Autónoma de San Luis Potosí —la primera universidad mexicana en hacerlo—, año que recibió otros tres doctorados: de la Universidad de La Sorbona, en París; de la Universidad Humboldt, en Berlín; y de la Universidad Ricardo Palma, en Lima. 
       
Mario Vargas Llosa, doctor honoris causa de la UNAM
Palacio de Minería de la Ciudad de México
Jueves 23 de septiembre de 2010
       Así, cuando el siguiente viernes 24, allí en la capital del país mexicano, le fue notificado que se le había concedido el Premio Internacional Alfonso Reyes 2010, esto ineludiblemente recordó que ya había dictado la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y que su conferencia había sido coeditada, en 2001, por tal institución y el Fondo de Cultura Económica en la serie Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey. 

(ITESM/FCE, 3ª edición, México, 2005)
       Tal librito se titula Literatura y política e inicia con un “Prólogo” del escritor y académico Gonzalo Celorio, miembro del Consejo Consultivo de la Cátedra Alfonso Reyes, breve y apologético, donde le da la bienvenida a ésta. Después sigue otro prefacio, con visos de elemental introducción para escolares: “Literatura y política: las coordenadas de la escritura de Mario Vargas Llosa”, del maestro Raymond L. Williams, autor del estudio Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 

       
(Taurus/UNAM, México, 2001)
       Luego sigue la parte central del librito dividida en dos secciones numeradas con romanos. La primera es la conferencia que dictó Mario Vargas Llosa: “Literatura y política: dos visiones del mundo”. Y la segunda es una tradicional entrevista de reportero literario (pregunta y respuesta) denominada “Diálogos: La invención de una realidad”, en la que Raymond L. Williams figura de “Moderador”, lo cual es erróneo, pues no hay ningún debate entre el ponente y su público ni entre el entrevistador y su entrevistado, sino que Raymond se limita a preguntar sobre la obra y el pensamiento de Mario Vargas Llosa, quien le responde a sus anchas. Es decir, la entrevista no es consecuencia de lo expuesto, de viva voz, durante la conferencia, pero sí es un complemento que la matiza y enriquece.

Y por último, figuran unas protocolarias palabras de Rafael Rangel Sostmann, rector del Sistema ITSEM, en torno a la Cátedra Alfonso Reyes.
Hay, no obstante las cuidadas galeras, cierto chambismo en la edición, pues en el librito no se consigna la fecha ni el lugar del campus universitario donde se efectuó. En la página web de la Cátedra Alfonso Reyes del ITSEM sólo se registra que fue en “Mayo de 2000” y que hubo un “Curso previo de Raymond L. Williams”. Y pese que allí se anuncia que hay “Material audiovisual en línea: Síntesis, Videos, Audios”, no se brinda (a cualquier hijo de vecino de cualquier parte del mundo y del inframundo de la aldea global) ningún acceso en lo que respecta al nominado Premio Internacional Alfonso Reyes 2010. 
El lunes 11 de octubre de 2010, a propósito del recién otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, el Canal 22 (del CONACULTA) le dedicó al escritor su barra de programación “Lunes temático” y allí se vio algo de lo ocurrido en la Cátedra Alfonso Reyes dictada por el peruano-español. Primero figuraron las susodichas introductorias palabras de Gonzalo Celorio, que fue un texto leído ante el micrófono y las cámaras. Y luego la conferencia dicha de manera oral por Mario Vargas Llosa (singular detalle que tampoco se apunta en la transcripción que se lee en el librito) y sin ningún posterior debate entre el conferenciante y su heterogéneo público, o entre éste y los miembros de la mesa. 
Raymond L. Williams
        En su citado ensayo preliminar para escolares (no necesariamente universitarios), Raymond L. Williams resulta sintético y con numerosos huecos. En este sentido, en un maestro que se presenta como experto en la vida y obra de Mario Vargas Llosa (y a punto de publicar un libro sobre ello) llama la atención un pasaje donde parece desconocer ciertas coordenadas que debería conocer al dedillo y por ende debió señalárselas a su alumnado. Éste se halla en la sección titulada “La visión política de Vargas Llosa en los últimos años” y dice a la letra:

       “Los crueles años en el Leoncio Prado [entre 1950 y 1951] fueron la introducción a la realidad empírica del Perú para el joven Mario, el adolescente, y al mismo tiempo una primera oportunidad de vivir en un microcosmos del país total. Su segundo trabajo como periodista, desde 1953 hasta 1958, representó una segunda oportunidad de conocer profundamente toda la gama de la sociedad peruana [pero Raymond olvidó citar el seminal viaje de unas semanas, antes de partir a Europa, que el escritor en ciernes hizo en 1958 a la selvática zona del Alto Marañón y que tanto lo marcó para urdir La casa verde (1965), Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987)]. Desde julio de 1987 hasta junio de 1990 Vargas Llosa vivió en Lima y se dedicó principalmente a la política peruana. Éste fue el tercer momento de su vida en que vivió intensamente la realidad nacional, pero ahora de una forma totalizante. En algún momento (¿quién sabe exactamente cuándo?) decidió ser presidente de la república y casi lo logra. Leía y escribía relativamente poco, a veces a la fuerza, porque había firmado un contrato para escribir introducciones a una colección española de novela universal, de modo que su ejercicio literario mínimo fue cumplir con esos ensayos, publicados después como La verdad de las mentiras. Pero su trabajo principal de 1987 a 1990 fue la política: el Movimiento Libertad, que él mismo fundó, el Frente Democrático del cual formó parte y su campaña presidencial.”
(El País/Aguilar, Madrid, 1991)
        Si bien la mayoría de las fechas del prólogo (su erudita declaración de principios narrativos) y de los 25 ensayos (cada uno sobre una novela) reunidos por Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (Seix Barral, 1990) se inscriben en el periodo en que buscaba la presidencia del Perú, Raymond, el cartógrafo vargasllosista, en vez de preguntarse y preguntar “¿quién sabe exactamente cuándo?”, debió decir que Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor y vocero de prensa del Frente Democrático durante la compaña de su padre, hace una crónica sobre ello en su libro El diablo en campaña (El País/Aguilar, 1991) y que el propio ex candidato relata en una de las dos intercaladas vertientes de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) —con fechas, nombres, datos y anécdotas—, un sinnúmero de pormenores (históricos, políticos, críticos e ideológicos) sobre su candidatura y su derrota en la primera vuelta el 10 de junio de 1990 (y más allá de ella), donde además recuerda que el único libro de ficción que escribió durante su campaña (que Raymond omite) fue Elogio de la madrastra (Tusquets, 1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la usaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio con que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario, según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto, mientras que Alberto Fujimori, el emergente y entonces oscuro candidato de Cambio 90, aún brillaba por su ausencia.

(Grijalbo, 1ª edición en México, junio de 1988)
       Según testimonia el narrador en la página 419 de El pez en el agua: “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”

Alan García y Mario Vargas Llosa
       Cabe puntualizar que, según narra Vargas Llosa en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho el 28 de julio de 1987 por el presidente Alan García, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó en el escritor la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su campaña, del Movimiento Libertad (partido urdido ex profeso a fines de 1987 e inicios de 1988 por el escritor y un grupo de amigos) y del Frente Democrático, conocido como FREDEMO (hecho público “el 29 de octubre de 1988”), la agrupación política que enarboló su candidatura (lanzada en la Plaza de Armas de Arequipa “el 4 de junio de 1989”) y que principalmente alió al Movimiento Libertad, a Acción Popular —partido fundado por Fernando Belaunde Terry el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 

Mario Vargas Llosa “en el Encuentro cívico por la libertad,
primer mitin contra la estatización del sistema financiero
”.
Plaza San Martín de Lima, agosto 21 de 1987.
Foto: Alejandro Balaguer

(Seix Barral, 1ª reimpresión mexicana, junio de 1993)


    
II de II
En mayo de 2000, en el auditorio del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, dada su consabida trayectoria política, intelectual y académica, el escritor y analista Mario Vargas Llosa no dictó la Cátedra Alfonso Reyes —con el tema “Literatura y política: dos visiones del mundo”— a imagen y semejanza de un heterodoxo académico, ni articuló un discurso muy político y puntilloso (pese a que pudo hacerlo), sino que expuso como lo que es: un literato de tiempo completo y por los cuatro costados, y su conferencia fue (y es en la transcripción del presente librito) muy subjetiva, muy sintética, muy personal, muy anecdótica y muy autobiográfica. Característica que suelen permitirse los grandes personajes mediáticos que a la vez son grandes creadores y por ende siempre controvertidos.
Alfonso Reyes en la Capilla Afonsina (c. 1957)
Ciudad de México
         El peruano-español abre con un entremés en el que recuerda que en su juventud, en Lima, leyó Visión de Anáhuac (1915), de Alfonso Reyes, —de cuya primera línea, por cierto, Carlos Fuentes tomó el título de su novela La región más transparente (FCE, 1958)—; que a lo largo de su vida ha cultivado la lectura de sus libros; y entre sus elogios certifica lo que tantas veces certificó Jorge Luis Borges de Alfonso Reyes: “la extraordinaria belleza de su prosa, una de las más limpias, elegantes, cultas y al mismo tiempo asequibles de nuestra vieja y rica lengua.” En su disertación en torno a las coordenadas que median y oscilan entre la política y la literatura, recuerda el canon de la literatura comprometida pontificado por Jean-Paul Sartre, muy en boga entre los existencialistas franceses de los años 50 y 60 del siglo XX, que también fue precepto estético-ideológico del joven Mario Vargas Llosa desde antes de partir a Europa en 1958 (para estudiar su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y en vías de instalarse en París) y por ello ciertos contemporáneos de entonces lo apodaban “el sartrecillo valiente”. Pero también evoca el momento en que Sartre rompe con su pauta y desconcierta a sus feligreses: “Recuerdo que mi decepción respecto de Sartre comenzó un día, a mediados de los años 60, en que leí una entrevista que la periodista literaria Madeleine Chapsal le hizo para Le Monde, de París. La entrevista versaba justamente sobre el compromiso, la literatura y la política; de pronto, en las respuestas de Sartre se traslucía una inmensa decepción respecto de la literatura, no así de la política, y decía algo que me afectó como una agresión personal: ‘Entiendo que un escritor africano renuncié a hacer literatura para luchar de una manera más efectiva por una revolución, por un cambio social que permita algún día a su país darse el lujo de tener una literatura’; y frente a los problemas sociales decía: ‘La literatura no tiene poder’, ne fais pas le pois, no tiene peso suficiente como para contrarrestarlo. Y se ponía como ejemplo a sí mismo: ‘La náusea, frente a un niño que se muere de hambre, ne fais le pas le pois’. No tiene peso alguno, no sirve para nada.”

Jean-Paul Sartre
(1905-1980)
       Resulta congruente, entonces, que Mario Vargas Llosa haya dicho con antelación: “la literatura es una actividad que nace en soledad, a través de un individuo que para producirla se aparta de los demás. Este tipo de individualidad que está detrás de la creación literaria, en la política no existe, pues ésta requiere del entrevero social; el entramado de vidas que se cruzan y se descruzan dentro de una comunidad no es, no ha sido, jamás podrá ser obra de un individuo; la literatura, sí. Pero a su vez, la literatura no puede ser esa acción entreverada del conjunto social que es la política.” 

        En este sentido, apuntalado en lo que argumenta durante su conferencia, acota al inicio de su conclusión provisional: “la literatura no debe ser política, en todo caso, no debe ser sólo política, aunque es imposible para una buena literatura no ser también —y subrayo también— política. Es decir, dar cuenta de la problemática social, del debate sobre los problemas del común, los problemas compartidos y su solución.”
Tesis acorde con su proclividad por la novela total y realista, pero que no coincide del todo con numerosas vertientes de la literatura fantástica y sus intrínsecos valores estéticos.
En “Diálogos: La invención de una realidad”, la citada entrevista de reportero literario que Raymond L. Williams le hizo a Mario Vargas Llosa y que es la segunda de las dos partes centrales del presente librito Literatura y política, descuella una pregunta donde el entrevistador riega el tepache en la sopa de letras, ignorancia u olvido muy notorio en un maestro, en un cartógrafo vargasllosista que, previo a la Cátedra Alfonso Reyes dictada por su entrevistado, dio un curso en torno a la vida y obra de éste y que además estaba a punto de publicar un libro (ya referido) sobre el mismo tema: Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 
Tal pregunta dice a la letra: “Háblanos del trabajo técnico en La fiesta del Chivo, explícanos en términos técnicos el proceso de armado, la utilización del diálogo telescópico, el uso del tú, que me parece una novedad técnica en tu obra, pues no recuerdo haberla visto antes.”
(Alfaguara, 1ª edición en México, febrero de 2000)
        Mario Vargas Llosa, quizá para no quemarlo ante el respetable, no le aclaró que “el uso del tú”, en su obra, es muy anterior a La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), pues él utilizó tal técnica en varios episodios e intrincados fragmentos de su novela La casa verde (Seix Barral, 1965), su tercer libro; por ejemplo, donde se narra, mezclando varios tiempos y lugares, el enamoramiento y la paulatina seducción de don Anselmo (el fundador del primer prostíbulo que le da título a la obra) hacia Toñita (casi niña, ciega y sin lengua), ya entre las bancas de la Plaza de Armas de Piura o en la aledaña cantina La Estrella del Norte; al tratar, en el burdel, de sustituir su infantil ausencia con la habitanta apodada la Mariposa; el robo a caballo de la muchachita y su secuestro y encierro en la torre de la Casa Verde; sus íntimos y eróticos devaneos e interrogantes en la intimidad, con y sin ella; cuando furtivo y en la oscuridad de la madrugada la saca a pasear en el entorno del lupanar; el descubrimiento del correspondido erotismo y la sorpresa del posterior embarazo; y la dramática muerte de la jovencita que contrito y dolido expía ante un cura (quizá el Padre García)  puntualizando que no se la llevó a la fuerza y que ella también lo amaba.

   
(Seix Barral, 18ª edición, Barcelona, diciembre de 1979)
         Cabe señalar que al morir Toñita nace la Chunga, hija de don Anselmo y futura fundadora —veinticinco o treinta años después del incendio de la primera— de la segunda Casa Verde (el antro que frecuentado por los alharaquientos “inconquistables”), donde el susodicho, ya viejo y ciego, toca el arpa, pintada de verde, hasta su fallecimiento (cuyo suceso y velorio coincide con el final de la novela). Y que atosigado por el pesar y los remordimientos, le confiesa su culpa, aún fresca, a Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que prohijara a Toñita tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, el adinerado matrimonio de La Huaca que la protegiera desde que era una bebé abandonada en su puerta) y por ende toda la comunidad de Piura se entera del robo y secuestro de la muchachita y de la identidad del malhechor y una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia, de cuyas llamas, Angélica Mercedes, la joven cocinera del prostíbulo, rescata a la recién nacida: la Chunga, quien de niña, durante un tiempo, subsiste con su padre, borrachín y casi un mendigo, en el miserable barrio de la Mangachería. 

Pero en su respuesta, al hablarle del meollo y de las características de tal técnica, es obvio que Mario Vargas Llosa también está aludiendo al “uso del tú” empleado en la urdimbre de La casa verde de un modo inteligible, envolvente y magistral:
Mario Vargas Llosa
        “Por lo que se refiere al uso de , me han preguntado muchas veces, ¿quién es ese tú? ¿El narrador que habla al personaje?, ¿un punto de vista de la segunda persona?, ¿un narrador que habla desde la segunda persona? No, ese tú es el propio personaje desdoblándose y hablándose a sí mismo. A veces Trujillo, a veces Urania, a veces Antonio de la Maza. Ese tú es el de la intimidad. Es ese tú que usamos para hablarnos a nosotros mismos cuando reflexionamos, cuando divagamos, cuando mantenemos un soliloquio. Es una forma de diálogo. Cuando hablamos o pensamos, nos referimos a alguien, y si ese alguien somos nosotros, se produce un desdoblamiento en nosotros mismos. Ésa es la perspectiva que está graficada por el uso del tú. Pero nunca es el narrador que habla al personaje. Es un narrador que nunca abandona el control de la acción, que sí se acerca al yo íntimo de la persona, al extremo de parecer que se confunde y desaparece en él, pero realmente nunca lo hace. El gobierno de la narración está siempre en ese narrador omnisciente, invisible, pero que goza de una movilidad que le permite no solamente saltar en el espacio y en el tiempo, sino penetrar en la intimidad del personaje.”



Mario Vargas Llosa, Literatura y política. Prólogo de Gonzalo Celorio. Prefacio y entrevista de Raymond L. Williams. Colección Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, ITESM/FCE. 3ª edición. México, septiembre de 2005. 103 pp.



viernes, 2 de enero de 2015

Hansel y Gretel




Ojo por ojo, diente por diente

Nadie de la tribu de la aldea global ignora que “Hansel y Gretel” es uno de los relatos más célebres, de anónimo origen oral, compilados por los Hermanos Grimm en el ámbito del habla alemana (y de ciertas variantes idiomáticas y dialectales): Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), cuya última edición, la séptima, titulada: Kinder- und Hausmärchen, o sea: Cuentos de niños y del hogar, apareció en Berlín, en 1857, con 201 narraciones y 10 leyendas religiosas.
(FCE, México, 2004)
Entre las mil y una ediciones de “Hansel y Gretel” figura la publicada en México, en “abril de 2004”, por el Fondo de Cultura Económica dentro de la serie Clásicos. Se trata de un libro de pastas duras (28.3 x 19.4 cm), con ilustraciones a color de Anthony Browne (Inglaterra, septiembre 11 de 1946), cuya traducción al español de Miriam Martínez —autora del visualmente espléndido cuento infantil De cómo nació la memoria de El Bosque (FCE, 2007)— no se hizo del alemán, sino del inglés, precisamente de un libro publicado en Londres, en 1981, por Walter Books Ltd. Sin embargo, con sus lógicas variantes, ni duda cabe que se trata del famoso cuento de los Hermanos Grimm.
Ineludiblemente, varios detalles de “Hansel y Gretel” evocan ciertas características de “Pulgarcito”, uno de los ocho cuentos del francés Charles Perrault (1628-1703), aparecidos en 1697, en París, en lengua gala, en su libro Historias o cuentos de antaño. Con moralejas, lo cual indica que provienen de un mismo fondo tradicional y narrativo. 
En “Pulgarcito” un pobrísimo matrimonio de leñadores tienen siete hijos, de entre diez y siete años. Una hambruna los inducen a deshacerse de sus vástagos abandonándolos en el bosque a merced de los lobos y de las inclemencias del tiempo (lo cual equivale a un intento de asesinato sin ensangrentarse las manos y sin ver la escena de la atroz muerte). El más pequeño de los niños, Pulgarcito, oye en la noche que sus progenitores cuchichean que los perderán con tal de no verlos morir de hambre. Cuando todos duermen, sale de la casa y recoge piedrecillas blancas que oculta en sus bolsillos y que irá distribuyendo en el trayecto y que les indicarán el camino de regreso. La estrategia es un éxito; pero no después del asedio de la segunda hambruna, pues Pulgarcito tiene que restringirse a un trozo de pan cuyas migajas irá dejando en el recorrido, dado que cuando quiere salir a la intemperie para hacerse de las piedrecillas, la puerta está cerrada con doble llave. En el momento en que en medio del bosque y de la oscuridad de la noche, los siete chiquillos se disponen a regresar, descubren que las aves se comieron las migajas.  
Ilustración de Anthony Browne
Algo parecido sucede en “Hansel y Gretel”, no obstante las coincidencias albergan sus diferencias. El pobrísimo matrimonio de leñadores lo constituyen un padre y una madrastra; atacados por el hambre, aquí es ella la que sonsaca al pusilánime de su marido con la treta de perder a los niños en medio de la oscuridad y de los peligros del bosque; mientras que en “Pulgarcito” es el progenitor el que tiene la maligna ocurrencia y la expone a su mujer, quien, pese a sus airadas protestas y remordimientos, acepta y conviene la diabólica idea. En “Hansel y Gretel” ambos oyen, en la noche y desde su cama, lo que planean los mayores y es el niño el que sale de la casa mientras éstos duermen y se llena los bolsillos de piedrecillas blancas que, a la luz de la luna, les indican el camino de regreso. De nuevo por el hambre, para la segunda partida, Hansel quiere hacer lo mismo, pero la puerta está cerrada con llave y tiene que limitarse a un trozo de pan, cuyas migajas se comen los pájaros y por ende no pueden regresar y se pierden.
Ilustración de Anthony Browne
En el cuento de Charles Perrault, Pulgarcito, muy listo y temerario, es el héroe que toma todas las iniciativas para guiar y salvar a sus seis hermanos y, al término, para enriquecer y beneficiar al grupo familiar. Cuando por segunda vez los siete niños se hallan extraviados en la oscuridad del bosque, Pulgarcito se sube a un árbol y ve una lejana luz que empiezan a seguir y que finalmente los lleva a una casa donde vive un feroz ogro, con su esposa y sus siete pequeñas ogresas. 
En “Hansel y Gretel”, si bien es el niño el que toma la iniciativa de llevar piedrecillas escondidas en los bolsillos y luego de ir dejando en el camino migajas del trozo de pan, la heroicidad de salvarse de los peligros del bosque y de regresar vivos y ricos la comparten ambos. Por segunda vez perdidos en la arboleda, al tercer día Hansel y Gretel ven un hermoso pájaro blanco, de extraordinario canto, que los guía y lleva hasta una solitaria casita, que en este caso es “de galleta, ¡y las ventanas de azúcar claro y brillante!”
Ilustración de Anthony Browne
En “Pulgarcito”, el ogro, que suele comerse los niños que cocina su insultada y temerosa mujer, tiene un olfato agudo y animal y por ende descubre a los siete chiquillos escondidos bajo una cama. En “Hansel y Gretel” la dizque amable viejecilla que les da cobijo resulta ser una bruja con la vista muy corta y el olfato muy sensible y por ende olió su presencia en el bosque. La bruja encierra a Hansel en una jaula, donde empieza a alimentarlo para que engorde y luego, cuando ya esté en su punto, lo cocinará y lo devorará. Gretel, a quien vuelve su criada y alimenta con las sobras, es quien día a día le da de comer a su hermano. Dado que la bruja es cegatona, Hansel, cuando ésta le pide que saque el dedo para tocárselo y ver si ya engordó, saca un hueso de pollo en vez del dedo y así logra engañarla hasta que un mes después la vieja se desespera y decide darse el gran banquete. Gretel es quien acarrea el agua para preparar el caldero y quien enciende el fuego. La bruja decide que primero hornearán hogazas de pan. Luego le ordena a la niña que se asome al horno y verifique si ya está caliente para introducir la masa; dado que finge no saber cómo se hace, la vieja decide enseñarle el modo: mete “la cabeza en el horno” y “Entonces Gretel la empujó con todas sus fuerzas, cerró la tapa de hierro y echo el cerrojo.
“Sin perder un minuto, Gretel corrió a donde estaba su hermano, abrió la jaula y exclamó:
“—¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!”
Ilustración de Anthony Browne
Los niños, exultantes, se besan y apapachan. Y antes de emprender el regreso a su casa, descubren que “en todos los rincones” de la casa de la bruja “había cofres de perlas y piedras preciosas”. Hansel y Gretel se roban todas las que pueden y luego son auxiliados por un pato blanco que, montados en su lomo (primero uno y luego el otro), los ayuda a cruzar el río y los deja en las cercanías de su vivienda. Cuando llegan a ésta los recibe su padre, repleto de remordimientos, y descubren que, por fortuna, “La madrastra ya había muerto. Hansel y Gretel vaciaron sus bolsillos y las piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo. Sus penas habían terminado. Vivieron juntos y felices para siempre.”
Vale decir que, según se lee en Cuentos completos de Charles Perrault (Anaya, Madrid, 1997), “Pulgarcito” es un relato mucho más rico en minucias y anécdotas. Luego de ser descubiertos bajo la cama, el ogro, al ver a los siete niños, quiere que su esposa los cocine enseguida. Pero la mujer logra que postergue la matanza y los siete escuincles son enviados a dormir en una cama contigua a la cama donde duermen las siete pequeñas ogresas del ogro, cada una con una corona de oro en la cabeza. Pulgarcito, previsible, cuando todos duermen, intercambia las coronas de oro por los gorros de él y sus hermanos. El ogro, pensando que no debe dilatar la tarea de matarife, deja su cama por un momento y, con un filoso cuchillo, degüella a sus siete ogresas suponiendo, por los gorros que toca en la oscuridad, que son los siete chiquillos.
Ilustración de Gustave Doré
A la mañana siguiente, el ogro descubre los cuerpos de sus hijas nadando en un charco de sangre. Arroja una jarra de agua en las narices de su mujer, quien yacía desmayada tras descubrir la sangrienta escena, y le ordena que le prepare sus botas de siete leguas porque saldrá veloz tras los chiquillos, quienes huyeron durante la noche. 
Con sus poderosas botas de siete leguas, que le permiten andar de prisa y saltar montañas y ríos, el ogro está apunto de alcanzar a los chamaquitos. Pero como tales botas agotan más de la cuenta, el ogro se sienta a descansar en una gran roca donde se queda dormido dando tremendos ronquidos. Da la casualidad que los siete niños se habían escondido en el hueco de tal piedrota. Pulgarcito les dice a sus seis hermanos mayores que regresen a la casa de sus padres y él le quita al ogro las botas de siete leguas y se las pone, las cuales, por un hechizo, se ajustan al tamaño de quien las usa. 
Ilustración de Gustave Doré
Con las botas de siete leguas, Pulgarcito, raudo, se dirige a la casa del ogro y para robarle sus bienes y en un tris enriquecer a su pobre familia, a la esposa de éste le expone una gran mentira:
“—Vuestro marido —le dijo Pulgarcito— corre mucho peligro, pues ha caído en manos de una banda de ladrones, que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal en el cuello, me vio y me rogó que viniera a avisaros de la situación en que se encuentra, y que os dijera que me dieseis todo lo que tiene de valor, sin dejar nada, porque de lo contrario lo matarán sin misericordia. Como la cosa urge, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas, como podéis ver, para ir más de prisa, y también para que no creyerais que soy un impostor.
“La buena mujer, muy asustada, le dio en seguida todo lo que tenía, pues aquel ogro, aunque se comiera a los niños pequeños, no dejaba de ser un buen marido. Pulgarcito, cargado de todas las riquezas del ogro, volvió a casa de su padre, donde lo recibieron con mucha alegría.”
Vale apuntar que el cuento de Charles Perrault añade un final que torna legendario el robo de Pulgarcito y donde se asegura que, en la Corte, ofició de espía, correo, correveidile e influyente trepador:
Hay quienes “Aseguran que, cuando Pulgarcito se hubo calzado las botas del ogro, se fue a la Corte, donde se enteró de que estaban muy preocupados por un ejército que estaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se había librado. Dicen que fue a ver al Rey, y le dijo que, si quería, le traería noticias del ejército antes de acabar el día.
“El Rey le prometió una buena cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo noticias aquella misma tarde, y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo, ganaba todo lo que quería, pues el Rey pagaba perfectamente bien por llevar sus órdenes al ejército, y, un sinfín de damas le daban todo lo que quería por tener noticias de sus amantes, y de ahí sacó sus mejores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y suponían tan poco, que ni se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado.
“Después de haber hecho durante algún tiempo el oficio de correo y de haber amasado una buena fortuna, volvió a casa de su padre, donde no es posible imaginar lo que se alegraron de volver a verlo. Acomodó a toda su familia. Compró cargos de nueva creación para su padre y para sus hermanos; y por ahí los fue colocando a todos, al mismo tiempo que se creaba una excelente posición en la Corte.”
Los Hermanos Grimm

Hermanos Grimm, Hansel y Gretel. Traducción del inglés al español de Miriam Martínez. Ilustraciones a color de Anthony Browne. Clásicos, FCE. México, 2004. S/n de p.