sábado, 6 de diciembre de 2014

La posada de las dos brujas y otros relatos


El calor de la vida en un puñado de polvo

Con traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Barbara MacShane, el libro La posada de las dos brujas y otros relatos es una antología (sin firma) de Joseph Conrad (1857-1924), cuya primera edición en la serie El libro de bolsillo de la madrileña Alianza Editorial data de 1988 y de 2006 la primera edición en la serie Biblioteca de autor. Ni la editorial ni los traductores informan de qué libros de Conrad fueron traducidos y seleccionados y sólo la anónima nota de la cuarta de forros dice que las narraciones fueron “escritas entre 1898 y 1915”. Quizá sea así. Lo cierto es que sólo uno de los cuatro cuentos tiene fecha y tal dato no es fortuito. 
(Alianza, Madrid, 2006)
       
El joven Borges
(Mallorca, 1919)
        Firmado en “Junio de 1913”, el cuento “La posada de las dos brujas: Un hallazgo” está narrado por un alter ego de Joseph Conrad que evoca el encuentro de un manuscrito, no “en un libro” —tal y como canta el sonoro título del poema “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”, que Borges en 1943 agregó a su segundo poemario: Luna de enfrente (Proa, 1925)— sino en el fondo de “una caja de libros comprada en Londres, en una calle que ya no existe, en una tienda de libros de segunda mano en la última fase de su decadencia”. Así, tal alter ego narra y reconstruye, con comentarios y reflexiones, el contenido de ese manuscrito incompleto redactado a mediados del siglo XIX, y cuyo autor, un tal Edgar Byrne, entonces sesentón, comenzó su historia apuntando: “En 1813 tenía 22 años”. Y tal es la fecha en que ocurre su aventura, cuando era un joven “oficial de la flota de Su Majestad”, quien al mando de una corbeta inglesa, en la costa “septentrional de España”, envía un bote, en el que Cuba Tom, un fuerte y diestro marino, tiene por misión llevar un mensaje a los guerrilleros independentistas del entorno de un empobrecido caserío asturiano; pero, luego de que Cuba Tom se ha internado en ese territorio guiado por un astroso guía, los malos augurios e indicios inducen al joven oficial Edgar Byrne a desembarcar en solitario e incursionarse en esa peligrosa región a merced de ladrones, forajidos y esbirros de José Bonaparte, cuyo punto culminante empieza a gestarse en la posada del título, donde descubre un cadáver oculto en un armario y un artilugio mecánico y asesino (descendiente del lecho de Procusto) camuflado en lo que una gitana llama “la habitación del arzobispo”.

Joseph Conrad en 1873
          Es consabido que buena parte de la obra narrativa de Joseph Conrad tiene su fuente en su trayectoria marítima y “Juventud” (1902), el segundo cuento antologado, es un ejemplo fehaciente, no obstante que en el conjunto se trasmina tal impronta, inextricable a su poder narrativo, ya para urdir la trama, el suspense y el giro sorpresivo, o para con unos cuantos trazos dibujar la pinta de un personaje o de un lugar.

El meollo de “Juventud” está evocado y narrado por Marlow, ese alter ego de Conrad que también figura en su relato o novela corta El corazón de las tinieblas (1899) y en sus novelas Lord Jim (1900) y Azar (1913).  
En “Juventud”, Marlow, con 42 años a cuestas (pero parece sesentón), se halla en la mesa de un bar londinense entre cinco viejos camaradas que otrora iniciaron “la vida en la marina mercante”. Y entre trago y trago, amén de que hace la apología y celebración de su ímpetu juvenil, les narra los pormenores de su primer viaje a “los mares de Oriente”, “el primero como segundo de a abordo”, ocurrido hace 22 años, cuando acababa de cumplir dos décadas de edad. Antes, dice, pese a sus ya “seis años en el mar”, “sólo conocía Melbourne y Sydney”, y “había servido en un espléndido clipper australiano como tercer oficial”.
Si bien su naciente entusiasmo se centra en el hecho de embarcarse rumbo a Bangkok a bordo del Judea, un recién remozado y añejo barco, que tras zarpar de Londres va a un puerto del Mar del Norte a cargar el carbón que llevarán hasta esa dársena del Oriente, todos los episodios de su aventura están marcados por las tribulaciones y contratiempos que sufre el navío y por el progresivo desastre que culmina con un incendio y el consecuente hundimiento del Judea, ya en las inmediaciones de la isla de Java, “las puertas del Oriente”, a las que él, hipercansado, llega en un bote —su primer mando—, junto con un par marineros. 
  La peculiaridad del joven Marlow, como alter ego de Conrad, no se limita a ser un transmisor y un cedazo de la cotidianidad marinera en un carguero que va de adversidad en adversidad, sino que también denota su inclinación por la lectura, pues después del mal pasar “el famoso temporal de octubre de hace 22 años”, mientras el Judea permanece un mes en un muelle del Tyne, lee “por primera vez Sartor Resartus [de Thomas Carlyle] y Excursión a Khiva, de Burnaby”. Y en otro episodio en Falmouth, tras luchar (bombeando agua) y sobrevivir a un posible hundimiento (“¡Por Júpiter! Es una aventura maravillosa, de esas que se leen en los libros; y es mi primer viaje como segundo oficial”), cuando ya se han convertido en familiares para los lugareños y éstos y los niños se burlan de ellos (“¿Creen ustedes que alguna vez llegarán a Bangkok?”), Marlow consigue “tres pagas y un permiso de cinco días” y se va a Londres (“un día para llegar y casi otro en volver”) y entre lo que adquiere y se trae vienen las flamantes “Obras completas de Byron”. 
Soup for the three cents (1859), de
James McNeill Whistler (1834-1903)
        Con la sabia perspectiva de un sesentón de apenas 42 años, Marlow, en ese bar londinense, evoca su indeleble “primer suspiro del Oriente” e inextricable a ello festeja su juventud, su implícita sustancia volátil, casi tan efímera como la vida misma: “Me acuerdo de los rostros ojerosos, las abatidas figuras de mis dos hombres y me acuerdo de mi juventud y del sentimiento que jamás volveré a tener: el sentimiento de que podía resistir para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres; ese engañoso sentimiento que nos eleva hacia las alegrías, hacia los peligros, hacia el amor, hacia el vano esfuerzo, hacia la muerte; la convicción triunfante de la fuerza, el calor de la vida en un puñado de polvo, el resplandor en el corazón que cada año se hace más débil, más frío, más pequeño, y expira, expira demasiado pronto, demasiado pronto, antes que la vida misma.” 

Joseph Conrad, nom de guerre de Józef Teodor Konrad Korzeniowki
(Berdyczów, diciembre 3 de 1857-Binshopsbourne, agosto 3 de 1924)
       En “El socio” el alter ego de Joseph Conrad es un cuentista, muy enterado del tráfago portuario, quien durante un mal tiempo (adecuado para contar y oír historias), en el “salón de fumadores de una hotel pequeño y respetable” en Westport, conoce y dialoga con un viejo jactancioso y gruñón, quien propicia el acercamiento porque dizque quiere saber cómo se hacen “los cuentos, los cuentos para los periódicos”. A tal cascarrabias, que le da la impresión de no haber salido nunca de Gran Bretaña, le irritan los barqueros de Westport que cuentan historias a los veraneantes, quienes también le disgustan. El intríngulis de tal enfado sólo se despeja por completo al final del relato. Pero lo que sí se advierte luego del inicio es que ese gruñón, “un rufián viejo e imponente”, también es un contador de historias, pero oral, quien le narra al otro mirando la pared como si viera un cuadro o una película y se la estuviera proyectando allí, y lo hace, para que el escritor, su “socio”, la reescriba a su manera. Así que cuando el viejo le dice: “¿Ha visto usted alguna vez rocas tan tontas como ésas? [las de Westport]. Parecen ciruelas sobre un trozo de pastel frío.” El escritor comenta: “Las miré: un acre o más de puntos negros esparcidos entre las sombras gris acero de un mar liso, bajo una niebla gris, vaporosa y uniforme, una mancha informe más clara a un lado: la velada blancura de un peñasco que se desprendía como un resplandor difuso y misterioso. Era un cuadro delicado y maravilloso, expresivo, sugestivo, y desolado, una sinfonía en gris y negro: un Whistler.”

James McNeill Whistler:
Nocturne (1879)
         En este sentido, el narrador oral también es un alter ego de Joseph Conrad, en cuya historia figura también un socio, el cual, no obstante, no es un escritor sino un delincuente sin escrúpulos, proclive a urdir intrigas y delitos con tal de enriquecerse en un tris. A tal bicho, llamado Cloete, el vejete, que fue o es “capataz de estibadores en el puerto de Londres”, otrora lo conoció recién desembarcado de Estados Unidos y seis meses después lo encontró hecho socio de George Dunbar, cuya oficina estaba “en una callecita ahora reconstruida por completo”, “a siete puertas de la hostería Chesire Cat [quizá un homenaje a Lewis Carroll], bajo el puente del ferrocarril”, donde Cloete solía “comer su chuleta y hacer reír a la camarera”. 

James McNeill Whistler:
Limehouse (1859)
      George Dunbar, con su socio Cloete, no tarda en verse a punto de perder sus negocios y el tren de su vida ricachona; así que Cloete le propone hundir el Sagamore, barco del capitán Henry, hermano de George, y cobrar el dinero del seguro, que los hará ricos a los tres. La intriga, tejida y narrada con maestría, no está exenta de imprevistos y funestos sucesos inesperados (la muerte de Henry, la locura de su mujer, la fortuna que se disipa, el asesino y ladrón imprevisto, la impunidad del culpable), que a lo postre revelan que el capitán Henry Dunbar, cuyo barco encalló entre las rocas de Westport, fue quien al vejete gruñón le dio su “primer trabajo de estibador a los tres días” de su matrimonio, y cuya estatura e integridad moral defiende en contra de los cuentos que esparcen los barqueros entre los veraneantes.

Joseph Conrad en cubierta
        “Una avanzada del progreso”, el cuarto y último cuento del libro, al igual que El corazón de las tinieblas, tiene su germen en el azaroso y desventurado viaje al Congo que Joseph Conrad hizo en 1890. No obstante, en “Una avanzada del progreso” no figura el capitán Marlow en su vaporcito fluvial, sino un par de ridículos blancos que la civilización europea, representada por la Gran Compañía Comercial, ha colocado allí, en medio de la selva africana y del poderoso río, en calidad de “jefe” y “segundo” de una minúscula y rudimentaria factoría, cuyo objetivo es adquirir, mediante el truque de chucherías, cachivaches y baratijas, el marfil que los negros y salvajes aborígenes les lleven. 

Antes de arribar al puesto, Kayerts, el “jefe”, había sido empleado en la Administración de Telégrafos, y Carlier, el “segundo”, vago y suboficial de un ejército mercenario. Trazado con humor e ironía, su risible, patético y vertiginoso deterioro físico y moral, que culmina con un asesinato involuntario y un suicidio, implica y refleja su ignorancia e ineptitud para desenvolverse y subsistir en ese agreste entorno. Si tal meollo conlleva una sarcástica crítica a la imperial civilización europea expoliando un vulnerable y selvático territorio del centro de África, al unísono se entreteje una cáustica mirada al mundo de los nativos, signado por la violencia y el tráfico de esclavos. 
El negro Makola, quien desprecia a los blancos y es el encargado del almacén de la factoría, y que además parla inglés y francés, redacta y sabe de contabilidad, es en realidad quien mantiene en pie el puesto. Así que cuando llegan siete negreros armados con mosquetes, dizque comerciantes de Luanda que traen marfil en sus canoas, es Makola, al margen de los blancos, quien urde y negocia el subrepticio y nocturno intercambio del marfil por los diez inútiles guerreros que el director de la Gran Compañía Comercial había dejado allí en calidad de empleados.  

Joseph Conrad, La posada de las dos brujas y otros relatos. Traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Barbara MacShane. El libro de bolsillo/Biblioteca de autor (0823), Alianza Editorial. Madrid, 2006. 168 pp.

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Enlace a la voz de Jorge Luis Borges diciendo su poema "Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad".

Enlace a "Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?



Practicaba la mentira como una forma literaria

Vicente Leñero
(1933-2014)
Editado en Xalapa por la Universidad Veracruzana, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (Entrevista en un acto), libreto teatral de Vicente Leñero (Guadalajara, junio 9 de 1933-Ciudad de México, diciembre 3 de 2014), “se terminó de imprimir en agosto de 2002”. Es decir, casi un año después de que Juan José Arreola muriera en Guadalajara, aquejado de hidrocefalia, el 3 de diciembre de 2001. Esto no parece ser fortuito, pues el narrador jalisciense, nacido en Zapotlán el Grande el 21 de septiembre de 1918, no sale bien librado en el trazo dramatúrgico urdido por Vicente Leñero.
En su postrera página de “Aclaraciones”, el dramaturgo recuerda que “Juan Rulfo murió en la Ciudad de México la noche del 7 de enero de 1986, a consecuencia de un cáncer pulmonar”. Y que “La plática con Juan José Arreola que se traduce en esta entrevista teatral se realizó, con las personas y en las circunstancias que se indican, la tarde del jueves 23 de enero de 1986. La plática tenía fines periodísticos y como un monólogo —en transcripción realizada por Federico Campbell— se publicó en el semanario Proceso núm. 482 del 27 de enero de 1986, páginas 45 a 51: “Cuarenta años de amistad. ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” Pero “Para la versión teatral de la plática se partió de otra transcripción textual de las cintas obtenidas por María de Jesús García”. De ahí, se colige, que en la obra haya dos grabadoras que registran la entrevista: una la opera Armando Ponce y la otra Federico Campbell, quien además arriba ya avanzada la charla. “La versión teatral [dice Leñero] intentó reproducir, con el mayor rigor documental, el contenido y la escenificación de la entrevista periodística. Las pocas licencias que el autor se tomó en la transcripción de la plática fueron ligeras supresiones de palabras o breves añadidos, con el objeto de clarificar o precisar algunas frases.” 
Vicente Leñero es célebre por su proclividad por el teatro documental (ya literario, periodístico o histórico-político) y por ende, con las susodichas puntualizaciones (más otras), indica que se reconstruye y escenifica una verdad testimonial que, no obstante, parece no rebasar los linderos de la leyenda y la evanescente impronta de una obvia egolatría acostumbrada a la fabulación, ya doméstica, ya grupal, ya mediática.
La tarde del “jueves 23 de enero de 1986, desde las 5:30 pm, en [la sala de estar de la] casa de Antonio Arreola, hermano de Juan José Arreola, situada en la calle Guadalquivir, colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México”, tres reporteros de Proceso: Vicente Leñero, Armando Ponce y el fotógrafo Juan Miranda, inician una entrevista con el autor de Varia invención (FCE, 1949) y Confabulario (FCE, 1952), cuyo meollo gira en torno a la obra y personalidad de Juan Rulfo, en relación a la obra y personalidad de Juan José Arreola. Está allí, de visita, el poeta Eduardo Lizalde, quien también departe, mete su cuchara y juega una intermitente partida de ajedrez con el entrevistado, quien en la vida real, en la legendaria serie Los presentes, le publicó su primer poemario: La mala hora, 500 ejemplares cuya edición se concluyó el “31 de mayo de 1956”, con “grabados y viñeta de Joel Marrokín”. 
Juan José Arreola en 1973 
(foto: Kati Horna)
Con el pretexto del recién fallecimiento del autor de El llano en llamas (FCE, 1953) y de Pedro Páramo (FCE, 1955), el personaje Vicente Leñero es quien lleva la batuta de la entrevista y por ende quien hace preguntas capciosas orientadas a que el entrevistado suelte la lengua en torno a tópicos (algunos controvertidos) de los que había hablado en diversas ocasiones. Es decir, Leñero conoce con antelación el tipo de respuestas que Arreola dirá y con el objetivo de armar la fresca nota periodística (y el póstumo libreto teatral), lleva una flamante botella de vino chileno que degustan con entusiasmo (sobre todo el entrevistado) y le formula frases, palabras y preguntas muy matizadas por su criterio, las cuales parten de una premisa que algo tiene de falaz (y no sólo por el desarrollo y objetivo de la obra):
      “Lo que yo quiero decir
      “Más bien dicho, lo que quisiera plantear es que para entender bien la literatura tanto tuya como la de Juan Rulfo es necesario tener en cuenta, como una sola unidad, a las dos personas, a los dos escritores, a la dos corrientes literarias, a los dos amigos-enemigos...”
En el archipiélago de soledades que era (y es) la república de las letras mexicanas —con sus francotiradores (solitarios o no), grupos y caciques enfrentados entre sí— era consabida y notoria la personalidad teatral, declamativa e histriónica de Juan José Arreola (explotada en sus penúltimos años a través de la televisión) y uno de los méritos del presente libreto es que la calca, la reproduce con todo su drama y desparpajo y con cierta dosis bufa y bufonesca, por lo que un simple mortal, al verlo y oírlo reflejado en estas páginas, podría decir de él lo que él dice de Rulfo en torno a si éste era “mentiroso o imaginativo”: “Juan practicaba la mentira como una forma literaria”.


Juan José Arreola y Juan Rulfo
  Hay un sentido cronológico en el libreto, puesto que inicia tratando de esbozar y fijar la época en que se conocieron en Guadalajara a fines de 1943 y principios de 1944, antes de los primerizos cuentos de Rulfo publicados en la revista Pan; “Nos han dado la tierra” apareció en el número 2 (julio de 1945) y “Macario” en el número 6 (octubre de 1945). Y sin que se diga una sola palabra sobre el paso de ambos en el Centro Mexicano de Escritores (Arreola fue becario en los ciclos 1951-1952 y 1953-1954, y Rulfo en 1952-1953 y 1953-1954), casi concluye con el testimonio de Arreola en torno a que éste “nunca iba a buscarlo. Últimamente casi no era posible la comunicación. Yo estaba guardado, completamente, y a veces nos encontrábamos”. Como esa vez “en una mesa redonda, en el Centro Pompidou”, “en París”, cuando “de pronto se levanta Juan, así, y dice (Remedando a Rulfo): ‘¡Cómo que jóvenes!’, dice. ‘Este hombre... [el supuesto Rulfo señala a Arreola] este hombre’, dice, ‘no nomás nos enseñó a escribir’, dice: ‘primero nos enseñó a leer. Éste’.” Ante lo que Leñero acota: “Esa es la idea que yo tengo... Y eso es lo importante.” Y vaya que si lo es para el dramaturgo, porque el énfasis que busca el entrevistador, por encima de la germinal y entrañable amistad (“Las primeras fotografías que tengo de mi mujer y de mi primera hija son hechas por Juan Rulfo”), es el supuesto magisterio que, con su supuesta mayor cultura y más experiencia literaria, Arreola ejerció sobre Rulfo en sus inicios, tras bambalinas, como cuentista y novelista. Y Juan José, muy ególatra, acepta y proclama que también le enseñó a leer a Antonio Alatorre (1922-2010) y que él era “el brillante del grupo” de los tres.
Tal supremacía también se advierte cuando Arreola dice que Rulfo solía enseñarle sus textos en ciernes en busca de un comentario y que él nunca lo hizo ni lo buscaba. “He tenido la fortuna accidental e incidental de ser el primer lector de cuentos y manuscritos y de borradores de Juan Rulfo”, afirma casi al inicio. “Yo leí Pedro Páramo en puros originales, eso es lo más hermoso de todo. Yo no he leído Pedro Páramo impreso.” “Nunca”, dice casi al final. Y se torna patéticamente existencialista cuando se autocensura y cuando en dos distintos pasajes saca a relucir, del fondo oscuro de sí mismo y sin mediar pregunta, su implícita y neurasténica competencia ante el vertiginoso, arrollador, trascendental y deificado triunfo masivo de Rulfo: “Les voy a decir una cosa. Yo lo primero que sé reconocer es la grandeza ajena... (Ya olvidado nuevamente del juego.) Y a mí cuando me preguntaban si envidiaba yo a Juan Rulfo o a Carlos Fuentes, les digo: ‘Pues mejor me pongo a envidiar a Shakespeare’. Yo no envidio ni a Jorge Luis Borges, que tanto quiero... Me pongo a envidiar a Shakespeare y me cuesta lo mismo” [...] “yo en ningún momento, si no me siento inferior a Borges, no me voy a sentir inferior a Juan Rulfo ni a nadie. Yo me siento inferior a Shakespeare o inferior a Dante, ¡y eso vamos a ver!”
Al bosquejar la recepción inicial de Pedro Páramo (parafraseando el sonoro título de la exhaustiva investigación, incluso iconográfica y documental, que Jorge Zepeda publicó en 2005 a través de la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM) es moneda corriente referir, incluso de oídas, la temprana objeción de Alí Chumacero (1918-2010) ante la fragmentaria estructura de Pedro Páramo; su reseña, originalmente publicada en el número 8 de Revista de la Universidad (abril de 1955), se puede leer en Los momentos críticos (FCE, 1987), volumen con “selección, prólogo y bibliografía” de Miguel Ángel Flores. 
       No menos legendaria, o quizá más, es la supuesta colaboración de Juan José Arreola en la disposición final de los fragmentos de Pedro Páramo. En la p. 121 de Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (CONACULTA, 2ª edición, corregida y aumentada, 1996), Arreola, por interpósita persona, declara: “Como Antonio Alatorre y yo trabajábamos en el Fondo, le pedimos a Juan sus cuentos, para publicarlos. Con los cuentos no hubo mucho problema, pero en cambio no se animaba nunca a entregarnos Pedro Páramo. Hasta cierto punto tenía razón, porque parecía un montón de escritos sin ton ni son, y Rulfo se empeñaba en darles un orden. Yo le dije que así como estaba la historia, en fragmentos, era muy buena, y lo ayudé a editar el material. Lo hicimos en tres días, viernes, sábado y domingo, y el lunes estaba ya el libro en el Fondo de Cultura Económica.”
  Viene a colación esto porque el punto climático del libreto de Vicente Leñero se sucede cuando Arreola reitera y pregona a los cuatro pestíferos vientos de la aldea global su colaboración en la estructura de Pedro Páramo:  “[...] Eso es lo que yo —no me atribuyo—, ¡eso es lo que me corresponde! Porque un sábado en la tarde decidí a Juan, y el domingo se terminó el asunto de acomodar las secciones de Pedro Páramo, y el lunes se fue a la imprenta del Fondo de Cultura Económica [...] Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura... De sábado a lunes salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca. (Pausa.) Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan de que Pedro Páramo se publicara como era, fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas... Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y yo no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: ‘Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así’.”
Sin embargo, según apunta Alberto Vital en la p. 139 de su biografía Noticias sobre Juan Rulfo (UNAM/RM, 2003), Arreola públicamente se desdijo: “tras uno de los actos dominicales en la sala Manuel M. Ponce, del Instituto Nacional de Bellas Artes, en junio de 1993, el propio Arreola reconoció ante varias personas que él no había intervenido en la organización de los fragmentos ni en ningún otro aspecto de la elaboración del libro; la frase [lapidaria] de Arreola fue ‘Yo no tuve nada que ver en eso’, mientras con la vista baja [a imagen y semejanza del chiquillo regañado y arrepentido de su larga travesura] alisaba el mantel blanco; estaban presentes Jorge Ruffinelli, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo y Víctor Jiménez, entre otros”.

Vicente Leñero, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?. Serie Ficción, Universidad Veracruzana. Xalapa, 2002. 64 pp.





jueves, 20 de noviembre de 2014

Las soldaderas



Las mil y una Adelitas que conmovieron al mundo

La mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) es la prologuista de Las soldaderas, libro con un tiraje de cuatro mil ejemplares de la colección Fototeca, serie coeditada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y Ediciones Era, bajo la coordinación editorial de Adriana Konzevik y Rosa Casanova, cuyo objetivo es venderle a los lectores antologías de imágenes del “excepcional patrimonio fotográfico que se conserva en la Fototeca Nacional del INAH en Pachuca”. 
(CONACULTA/INAH/Era, México, 1999)
      En este sentido, Heladio Vera Trejo seleccionó las 50 fotos reproducidas en blanco y negro que se aprecian en Las soldaderas. La impresión fotográfica fue elaborada por Adán Gutiérrez, Alejandra Maldonado, Isaías Cruz y Héctor Ramón Jiménez. Y el seguimiento de la producción fotográfica por Juan Carlos Valdez y Rosángel Baños.
     Según el listado final donde se citan los números de archivo de las imágenes, los lugares, las fechas, el nombre de los fondos y el nombre de las técnicas fotográficas en que se conservan, 49 fotos se ubican entre 1910 y 1921, y sólo una, tomada en Cuautla, Morelos, data de 1950; es decir, la mujer a caballo que se ve allí está disfrazada de soldadera con cruzadas cartucheras en el pecho, dentro del contexto de un folklórico y patriótico desfile de alguna asociación de charros. 
Cuautla, Morelos, 1950 (película de seguridad)
Fondo Casasola
    48 fotos de Las soldaderas pertenecen al Fondo Casasola. Una al Fondo Guerra y otra al Fondo Teixidor, pese a que ambas muestran su otrora número de serie y el nombre del mismo fotógrafo (casi anónimo) que al parecer las concibió: “H.J. Gutiérrez. Foto”.
Ciudad Juárez, Chihuahua, 1911 (impresión gelatina)
Fondo Guerra 
 Grupo de insurgentes (Ciudad de México, c. 1911)
Impresión fotográfica de plata sobre gelatina
Fondo Teixidor
Una hojeada permite ver que la calidad de la reproducción de las fotos de Las soldaderas no es del todo loable y que es mucho mejor la que en tonos sepia posee Jefes, héroes y caudillos, título con 84 fotografías que van de 1900 a 1924, pertenecientes al Fondo Casasola de la Fototeca del INAH, impreso en 1986 dentro de la serie Río de Luz del Fondo de Cultura Económica (reeditado en 1994), con texto de Flora Lara Klahr, y antología y edición de imágenes de Pablo Ortiz Monasterio.
(FCE, Río de Luz, 2da. reimpresión, México, 1994)
Pero lo que descuella ante todo es el hecho de que la antología de fotos que se ven en Las soldaderas prescindió de una investigación elaborada por un historiador especializado en los registros fotográficos de la Revolución Mexicana, mediante la cual se hubiera podido ubicar e identificar, quizá en gran medida, los episodios que documentan las fotos. Es decir, fuera del listado aludido, las fotografías no incluyen ningún comentario al pie o al lado de cada imagen, ni siquiera cuando en una de ellas se ve a Emiliano Zapata y a su hermano Eufemio en medio de un par de Marietas anónimas, dizque “sus esposas”, según se dice, con el encuadre más amplio y con mejor definición, en un pie de foto de la Iconografía sobre Zapata que el FCE publicó por primera vez en 1979, con investigación y antología de imágenes de Alba Cama de Rojo y Rafael López Castro, y selección de textos de José Luis Martínez [1918-2007], miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Mexicana de Historia y autor, entre otros libros, de Nezahualcóyotl. Vida y obra (FCE, 1972) y de la homónima biografía de Hernán Cortés (FCE, 1990). 
Emiliano Zapata y su hermano Eufemio con "sus esposas"
México, 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
      En Las soldaderas, un historiador o una historiadora versada en el tema, hubiera podido pergeñar y facilitarle al lector no especializado un riguroso y erudito ensayo donde se esbozara el papel de las soldaderas durante la Revolución Mexicana. 
     Y puesto que la mayoría de las imágenes pertenecen al Fondo Casasola, también faltó un ensayo sobre éste, sobre las técnicas fotográficas de la época, y sobre la obra fotográfica, compiladora y editorial de Agustín Víctor Casasola (1874-1938), cuyo archivo fue “adquirido por el Estado en 1976”, dice Flora Lara Klahr en su prólogo a Jefes, héroes y caudillos, actualmente bajo custodia y conservación en la Fototeca Nacional del INAH en Pachuca. 
Elena Poniatwska
No obstante, el prólogo de Elena Poniatowska tiene su sal y su pimienta, bagaje con el que hace que el anónimo lector se interrogue sobre los roles, el heroísmo, las leyendas, la discriminación machista y las muertes de las soldaderas durante la contienda revolucionaria y postrevolucionaria. Pero su texto no es el sesudo y anotado ensayo de una historiadora, sino el libre, fragmentario, caprichoso y subjetivo prefacio de una narradora, periodista y versátil prologuista de libros de fotografía, que además goza de fama y prestigio en la jet set de la literatura mexicana y de la intelligentsia con tintes izquierdosos, izquierdistoides y más o menos democráticos. 
México, c. 1913 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola
      A través de una serie de fragmentos que implican la consulta de un amplio espectro literario, histórico, testimonial, legendario, gráfico, pictórico, fotográfico, fílmico, y distintas expresiones de la cultura popular, como son los corridos y las calaveras, Elena Poniatowska vindica, exalta y mitifica la presencia angular y el arduo trabajo de las soldaderas, a tal punto que hace ver, con anécdotas y perspectivas, que sin ellas la Revolución Mexicana hubiera sido inconcebible: 
Ciudad de México, c. 1914 (placa seca sobre gelatina)
Fondo Casasola
 
      “Sin las soldaderas no hay Revolución Mexicana: ellas la mantuvieron viva y fecunda, como a la tierra. Las enviaban por delante a recoger leña y a prender la lumbre, y la alimentaron a lo largo de los años de guerra. Sin las soldaderas, los hombres llevados de leva hubieran desertado. Durante la guerra civil de España, en 1936, los milicianos no comprendían por qué no debían regresar a su casa en la noche. Dejaban la trinchera vacía, el puesto de vigía, el cuartel, y se iban tan tranquilos a meterse a su propia cama. En México, en 1910, si los soldados no llevaban su casa a cuestas: su soldadera con su catre plegadizo, su sarape, sus ollas y su bastimento, el número de hombres que habrían corrido a guarecerse a un rincón caliente hubiera significado el fin de los ejércitos.
     “Junto a las grandes tropas de Francisco Villa, Emiliano Zapata y Venustiano Carranza, más de mil novecientos líderes lucharon en bandas rebeldes. Las soldaderas pululan en las fotografías. Multitud anónima, comparsas, al parecer telón de fondo, sólo hacen bulto, pero sin ellas los soldados no hubieran comido ni dormido ni peleado.”
Ciudad de México, 1914 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola
        Entre lo que apunta Elena Poniatowska en el prólogo a Las soldaderas, figura el boceto de una serie de Adelitas que brillaron en las batallas, cuyas hazañas, actos heroicos y finales infelices, parecen (quizá lo son) episodios inventados: entre novelescos, legendarios y cinematográficos. Pero también impresionan las versiones de la masacre de 90 soldaderas que la “mañana del 12 de diciembre de 1916”, día de la Virgen de Guadalupe, ejecutaron los Dorados de Pancho Villa, con el villano de Villa al frente, después de que le “arrebataron a los carrancistas la estación de Santa Rosalía, Camargo, Chihuahua”. 
México, c. 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
México, c. 1915-1920 (película de seguridad)
Fondo Casasola
Josefina Bórquez y Elena Poniatowska
     Así, en el contexto con que pinta esos virulentos años en que las hordas revolucionarias solían robarse a las mujeres que les servirían de soldaderas y desahogo sexual, Elena Poniatowska retoma ciertos testimonios del itinerario revolucionario de Jesusa Palancares, la protagonista de su novela Hasta no verte Jesús mío (Era, 1969), e incluso de la propia Josefina Bórquez, la mujer de la vida real que le dio las bases del personaje novelístico y a la que recuerda en “Vida y muerte de Jesusa”, una crónica ilustrada con retratos fotográficos incluida en su libro Luz y luna, las lunitas (Era, 1994), que aquí, en las páginas de Las soldaderas, junto con la prologuista, purifican, canonizan e idolatran la imagen de Zapata como civilizado y cortés defensor de la integridad de las mujeres, en contraposición al malvado de Pancho Villa, que dizque siempre las despreció y minimizó durante la guerra, no obstante que “su atracción por las mujeres era ilimitada”, según dice Friedrich Katz [1927-2010], el célebre historiador de La guerra secreta en México (Era, 1982), dos libros, y autor del par de volúmenes titulados Pancho Villa (Era, 1998), su extensa biografía del Centauro del Norte, y prologuista de Imágenes de Pancho Villa (CONACULTA/INAH/Era, 1999), coeditado en la misma colección Fototeca.
(CONACULTA/INAH/Era, 1999)
      Pero también, Elena Poniatowska recuerda que el pintor y escultor Juan Soriano [1920-2006], cuya mamá lo dormía cantándole el corrido La Rielera, le contó que su madre fue soldadera, episodio que aparece con más detalles al inicio de Juan Soriano, niño de mil años (Plaza & Janés, 1998), libro de la misma Poniatowska, pero que aquí se reduce a lo siguiente, rubricado con una vistosa masacre de galanes y soldaderas, nomás porque voló una mosca alrededor del panal (¿o dentro del panal?):
Sinaloa, c. 1910 (placa de nitrocelulosa)
Fondo Casasola
      “Del mundo intelectual, el único que ha dicho que su madre fue una soldadera es Soriano. Amelia Rodríguez Soriano, alias la Leona, siguió a Rafael, su marido, al norte. Cerca de Torreón, según Soriano, las mujeres permanecieron en la retaguardia junto con los asistentes y la impedimenta. Como no terminaba el combate, algunos muchachos se pusieron a tocar guitarra y a bailar con las soldaderas. La madre de Soriano les dijo: ‘No bailen. Aquéllos están jugándose la vida en la batalla y ustedes echando relajo. Si se enteran, los van a matar’.
      “Dicho y hecho, los soldados regresaron y mataron a sus mujeres con todo y galancitos.”
       Cabe decir que en su breve alusión a los cuentos y novelas de la Revolución Mexicana, Elena Poniatowska hace una encendida defensa feminista de la obra narrativa de la bailarina Nellie Campobello (1909-1986), “soldadera ella misma”, dice, y autora de Cartucho (“Relatos de la lucha en el Norte”, libro publicado por primera vez en Xalapa, en 1931), de Las manos de mamá (1937) y de Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa (1940).

Nellie Campobello 
(1909-1986)
        Y si la anecdótica lista de las sobresalientes y legendarias soldaderas que Elena Poniatowska enumera en su prólogo hubiera servido para la búsqueda y selección de sus retratos, esto se enfatiza aún más cuando anota que Valentina Ramírez, “fotografiada por Agustín Casasola en 1913 e inspiradora de La Valentina”, “murió en la miseria en Navolato, Sinaloa, a pesar del enamorado rendido a sus pies, aquel dominado por la pasión, que le aseguró que si lo mataban mañana que lo mataran de una vez, Valentina, Valentina.” 
México, c. 1910-1915 (placa seca de gelatina)
Fondo Casaola

        Si en verdad Agustín Casasola retrató a la musa de La Valentina, ¿por qué no se buscó su foto? Así, también se pudo rastrear y antologar la fotografía de la soldadera que al parecer inspiró una de las más célebres y populares versiones del corrido La Adelita. Dice Elena Poniatowska: 
México, c. 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
       “El origen del corrido de La Adelita es incierto. Ometepec, Guerrero, se atribuye su autoría desde 1892; unos señalan que proviene de Oaxaca y Chiapas. Campeche y Yucatán se la disputan. El músico Julián Reyes asegura que la escuchó en Culiacán en 1913 y la interpretó con su banda en diversos lugares hasta popularizarla. La versión más aceptada asienta que Adela Velarde Pérez, nacida en Ciudad Juárez, Chihuahua, se fugó de su casa y a los 14 años, en febrero de 1913, se unió a las tropas carrancistas del coronel Alfredo Breceda. Se hizo enfermera en las tropas constitucionalistas y atendió a los heridos en los combates de Camargo, Torreón, Parral y Santa Rosalía. En Tampico, Tamaulipas, un joven capitán, Elías Cortázar Ramírez, tocaba en una armónica la canción en su honor. El oficial murió en combate. 
      “La Adelita de carne y hueso y un pedazo de pescuezo trabajó durante 32 años en la Secretaria de Industria y Comercio, en un puesto burocrático. En 1963, a duras penas, se le concedió una pensión como veterana de la Revolución. 
      “Según otra de las leyendas, compuso la canción un sargento villista, Antonio del Río Armenta, con quien Adela supuestamente tuvo un hijo cuando ambos militaban en la División del Norte. El sargento compositor Del Río Armenta murió en la toma de Torreón. La Adelita fue conocida por las tropas de las diversas facciones, pero los villistas la difundieron y se atribuyeron su origen.”
México, c. 1905-1910 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola


Elena Poniatowska, Las soldaderas. Prólogo de la autora. Fotografías en blanco y negro. Serie Fototeca, CONACULTA/INAH/Ediciones Era. México, 1999. 80 pp.


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Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por Lucha Moreno http://www.youtube.com/watch?v=LwpJEcXurLI


Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por Amparo Ochoa http://www.youtube.com/watch?v=K3w_x2r8fH0

Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por los Hermanos Zaizar http://www.youtube.com/watch?v=_65PcpZG7Vs

Enlace al corrido "La Valentina" interpretada por los Hermanos Zaizar http://www.youtube.com/watch?v=U2vk8sMDvPo

Enlace al corrido "La rielera" interpretada por Lola Beltrán http://www.youtube.com/watch?v=puhwoTwP890

Enlace al corrido "La rielera" interpretada por Lucha Moreno http://www.youtube.com/watch?v=8_Sd-eLpbyA


domingo, 9 de noviembre de 2014

Ella, Drácula



Érase una lamia tolerada por Dios

El español Javier García Sánchez (Barcelona, abril 7 de 1955) ha escrito una novela en cuyo largo título utiliza como cedazo el popular nombre del vampiro dado a conocer, en 1897, por el británico Bram Stoker (1847-1912), fundido a la lejana y legendaria impronta de la asesina múltiple más famosa de la historia húngara: Ella, Drácula (Vida y crímenes de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta). Hungría 1560-1614 (Planeta, 2005), personaje que (en menor medida que el vampiro de Bram Stoker) también ha suscitado, en toda la aldea global, una cauda de leyendas, narraciones, artículos, ensayos, cuadros y películas. Pero también, como se advierte, el rótulo del autor recoge el mote con que fue conocida, ya utilizado por la francesa Valentine Penrose (1898-1978) en su exploración documental y biográfica: La Comtesse sanglante (Mercure de France, 1962), con quien el novelista guarda su mayor deuda, de ahí que las dos partes en que divide los dieciséis capítulos de su obra estén signados por dos epígrafes transcritos del libro de Penrose y que desde luego figure en la bibliografía que cierra la novela, pero cita la versión en español (traducida por María Teresa Gallego y María Isabel Reverte) reimpresa por la madrileña Siruela, en 1996, en la serie Bolsillo, la cual no incluye la valiosa e ilustrativa iconografía del libro francés.
Javier García Sánchez
Además de que el listado bibliográfico implica que Javier García Sánchez públicamente reconoce sus abrevaderos, todo sugiere que bien pudo prescindir de ello, pues su libro no es un riguroso ensayo ni una novela histórica (donde cada fecha, nombre, suceso y conjetura tienen que estar respaldados por fuentes documentales, fehacientes). Es una novela que no excluye los ingredientes fantásticos, míticos, legendarios y supersticiosos; sin embargo, descuella que en medio de sus anécdotas, fechas y citas históricas, de las que también echó mano en abundancia, incurra en varios notables y elementales yerros.
Por ejemplo, Erzsébet Báthory tenía 17 años en 1577; así, en la página 199 se dice que a tal edad supo de “la ejecución de María Estuardo de Inglaterra”, pero ésta ocurrió diez años después, en febrero de 1587.
En la portada: Erzsébet Báthory
(Planeta, 2da. edición, Planeta, 2005)
En Ella, Drácula, Javier García Sánchez imagina a un decrépito sacerdote quien en 1663, en la buhardilla de la parroquia de la aldea de Lupka-Ratowickze, enfermo y sintiendo que el fin de su días terrenales está cerca, se dispone a escribir y escribe (a lo largo de casi toda la novela) los sucesos de la historia que lo ha conmocionado, trastocado y perseguido desde la niñez y que no es otra que la vida y el comportamiento brujeril, sádico y sanguinario de la condesa Erzsébet Báthory (torturó y asesinó alrededor de 700 muchachas, se calcula aquí). Es decir, el cura János Frantizek Pirgist, de 63 años, de niño subsistió en los habitáculos de los subterráneos lavaderos del castillo de Csejthe (pues era hijo de Vargha Balintné, una de las lavanderas), sitio que la condesa prefería entre los numerosos y dispersos castillos de su propiedad, y donde en 1611, dados sus espeluznantes crímenes, fue emparedada en su recámara, donde en medio de inmundicias y de la oscuridad total, habría de morir el 21 de agosto de 1614, según se dio fe. Es decir, por su linaje y por intereses políticos, no fue ejecutada ni llevada a la hoguera, como sí ocurrió con sus tres principales colaboradores: las fortachonas Jó Ilona y Dorkó, y el enano y deforme Ficzkó.
A los hechos que vivió en su infancia (incluidos sus secretos más secretos) y que ineludiblemente incidieron en su conversión en sacerdote, se añade el que János Frantizek Pirgist, por más de 50 años, para comprender los actos y la mentalidad de la condesa, ha investigado todo lo que ha podido sobre ella y su entorno medieval y cognoscitivo, incluso experimentó con bebedizos alucinógenos que ella ingirió, según colige. Y si de muchachita dice que se hacía oír una leyenda (contada por una tía) sobre el sanguinario Empalador, el príncipe valaco Vlad Tepes (1431-1476), por otra parte expone y medita paralelos y diferencias entre ella y los crímenes, el sadismo y el trágico destino de otro célebre, novelesco y peliculesco torturador, violador y asesino múltiple de niños y jovencitos registrado por la leyenda, por la historia, por la literatura y por el cine: el francés Gilles de Rais (1404-1440), Barba Azul, compañero de armas de Juana de Arco (1412-1431), la Doncella de Orleáns, heroína y Santa cuya belicosa y bestial huella también ha originado una serie de leyendas, narraciones, ensayos y filmes.  
El sacerdote es una especie de alter ego del narrador y por ende la novela no es únicamente un esbozo de la vida y crímenes de Erzsébet Báthory, es también la historia de cómo János Frantizek Pirgist logra poner en letra manuscrita toda esa carga largamente postergada (matizada por sus secretos más íntimos), cuyo último episodio, después de colocar el punto del término, lo constituye una visita a las ruinas del castillo de Csejthe, donde en la forma de un solitario pájaro negro que ahuyenta a las demás aves le parece ver la reencarnación de ella e incluso su risa en los graznidos.
Ahora que si el lenguaje de la novela de Javier García Sánchez está salpimentado con un rico vocabulario y tiende a ser muy retórico (o ampuloso) y a poetizar, e incluso le canta a Erzsébet Báthory una elegía en verso libre, abunda en circunloquios, descripciones y reiteraciones (que salen sobrando, pero que pueden gustar a otros), amén de que carece de suspense, casi de giros sorpresivos y de conflicto, pues el conflicto moral del sacerdote es personal e íntimo, y sólo le sirve al narrador para dosificar el meollo e intríngulis de la obra, que es lo que corresponde a la siniestra y cruenta historia de la condesa, su castigo y muerte.
Erzsébet Báthory
En este sentido, ciertos momentos climáticos o álgidos lo conforman los relatos de las torturas y de los asesinatos de las jovencitas vírgenes, cuyo fin último, según narran el sacerdote y la voz narrativa, era que Erzsébet Báthory se bañara literalmente en sangre para así obtener la belleza eterna y la inmortalidad. 
Pero también descuellan los pasajes en que el cura János Frantizek Pirgist, ante tanto crimen y desolación, reflexiona en torno al Mal y frente a la inescrutable indiferencia o silencio del todopoderoso, omnisciente y ubicuo Dios (desde la noche de los tiempos).
Por ejemplo, en el penúltimo capítulo el viejo sacerdote recuerda un fragmento del filósofo Epicuro: “O Dios quiere abolir el Mal y no puede, o bien puede, pero no quiere o no puede y no quiere. Si quiere pero no puede, es impotente. Si puede pero no quiere, es malvado. Pero si Dios puede y quiere abolir el Mal, entonces ¿por qué hay Mal en el mundo?”
Pero antes de que el viejo religioso desgrane sus secretos más secretos, casi a la mitad de la novela, la omnisciente y ubicua voz narrativa dice en una de las recapitulaciones sobre lo que ha signado los días del sacerdote, pero también los días de toda la humanidad que ha pisado el ahora recalentado globo terráqueo, perspectiva aún en ebullición: 
“Pirgist había leído libros de Historia. Conocía el terreno. Guerras, rapiña, usura, envidia, una interminable serie de crímenes, muchos de ellos cometidos en nombres de la fe, de cualquier fe. Eso era la Historia. ¿Por qué entonces, siendo el más perfeccionado e inteligente de los seres terrestres, pues poseemos un espíritu que nos hace ser conscientes de la singularidad e importancia de todo lo vivo, ya que en mucho apreciamos nuestra propia vida, somos precisamente nosotros, las personas, quienes llevamos a nuestra espalda el insoportable peso del Mal? Acaso por tener espíritu. Pero y esto, así se lo había preguntado desde muy joven sin obtener respuesta alguna que le satisficiese, ¿por qué lo permite el Creador, por qué?
“Él mejor que nadie, porque nadie en absoluto siquiera lo sospechó nunca, sabe que abrazó la fe para dar con respuestas que calmasen tales dudas, pero ahí siguen, cual abiertas llagas por las que supura el pus. Infectadas.”


Javier García Sánchez, Ella, Drácula (Vida y crímenes de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta). Hungría 1560-1614. Editorial Planeta. Barcelona, 2005. 392 pp.

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Enlace a video documental sobre Erzébet Báthory:
 http://www.youtube.com/watch?v=aeYEDQffbw4

Enlace a la leyenda de Erzébet Báthory, la Condesa Sangrienta: http://www.youtube.com/watch?v=DPEctHCRg30