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domingo, 16 de abril de 2017

Pinocho


                         
¡Qué cómico era, cuando era un títere!

Pinocho 
(Valdemar, Madrid, 2007)
Entre las mil y una ediciones de Pinocho figura la impresa en Madrid, en 2007, por Valdemar con el número uno de la Colección Grangaznate. Se trata de un libro de pastas duras y buen tamaño (30.03 x 24.28 cm), con hermosas erratas e ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti (Udine, 1954), artista visual con amplia reputación en Europa como dibujante de cómics, particularmente en Bolonia, donde, con cinco colegas, “creó el grupo de dibujantes Valvoline”. Además de colaborar en el Corriere dei Piccoli (legendario suplemento ilustrado del Corriere della Sera), pinta, hace video, publicidad y diseño de moda. Su interpretación gráfica del títere de madera no la tiene fácil, pues amén de que abundan las muy imaginativas y excelentes versiones, no es sencillo competir y vencer la imagen del Pinocho creada por Walt Disney Company con su célebre película de 1940, que es la imagen que predomina en el imaginario colectivo, cuyas masas, en su mayor parte, no leen. 
Traducida del italiano al español por Armanda Rodríguez Fierro, la presente versión de Pinocho está destinada a un lector infantil que domina la lectura y consulta el diccionario para comprender las palabras “difíciles” o poco usuales en el habla. Pero además no excluye al lector ya mayor (joven o adulto) que busca ir un poco más allá de la novela. En este sentido, además de la escueta y vaga “Presentación” de Alfredo Lara López, los treinta y seis capítulos de la obra (numerados con arábicos) están salpimentados con 118 “Notas” de la traductora, cuyo principal abrevadero es la edición crítica de Pinocchio (I Classici, Universale Economica Feltrinelli, Milán, 2002), de Fernando Tempesti, de la que al parecer tradujo. No obstante, no se trata de una erudita y académica edición crítica y anotada semejante a la que Fernando Molina Castillo publicó en Madrid, en 2010, con el número 419 de la serie Letras Universales de Ediciones Cátedra, sino de una sencilla edición que busca familiarizar e introducir al novicio lector con las notas al pie de página (pese a que éstas figuren en un listado final), y a pensar y a discutir con ellas. Por ejemplo, la traductora alude una serie de matices y minucias idiomáticas que se pierden en la traducción al español; señala olvidos e incongruencias argumentales e ilógicas en una obra fantástica y maravillosa donde abundan los antagonismos, lo absurdo y lo ilógico; dice que de los capítulos finales (el XXXV y el XXXVI) “se dispone del manuscrito autógrafo (propiedad de la Biblioteca Nazionale di Firenze), que difiere en algunos detalles del texto publicado en el Giornale per i bambini y del impreso en un volumen que ha sido transcrito y analizado por Fernando Tempesti (cf. op. cit., n. 1, pág. 256).” 
(Cátedra, Madrid, 2010)
        Y en el capítulo VIII, luego de que Pinocho le puntualiza a Geppetto: “¡Pero yo no soy como los demás niños! Yo soy el más bueno de todos y siempre digo la verdad”, figura el número de la nota 13, que en el listado reza: “Como indica Tempesti (op. cit., p. 57, n. 5), paradójicamente, Pinocho, que es un títere, pero un títere ‘maravilloso’ y cuya identidad iconográfica está vinculada a una larga nariz relacionada con decir mentiras (según cómo y cuándo), tiene razón. Hasta ese momento, es cierto que siempre ha dicho la verdad, al menos hasta ahora.” Pues tal afirmación es nada menos que una flagrante mentira del tamaño de la nariz de Pinocho, dado que en el capítulo VII el títere le miente varias veces a Geppetto: cuando le dice que sus pies, que se le han quemado en el brasero al quedarse dormido, se los comió el gato; y cuando en su berrinchuda monserga culpa al Grillo Parlante, de que él, Pinocho, lo aplastó y mató de un martillazo; y añade que dizque lo hizo sin querer y quezque “prueba de ello” es el hecho de que puso la cazuela sobre las brazas encendidas. ¡Vaya! 
Pinocho y Geppetto

Ilustración de Mattotti
Vale observar, además, que a tales alturas de la narración a Pinocho sólo le ha crecido la nariz dos veces, ninguna por decir mentiras: cuando Geppetto, en el capítulo III, le acaba de tallar la nariz; y cuando, en el capítulo V, tras su llegada de la calle, roído por el hambre, intenta abrir la olla hirviendo en el fuego que está pintada en la pared. Por decir mentiras la nariz le crece hasta el capítulo XVII, cuando al Hada de los Cabellos Azul Turquí le miente sobre el destino de las monedas de oro que en el capítulo XII le regaló el gigantón titiritero Tragafuego. Y vuelve a ocurrir en el capítulo XXIX, cuando a un viejecillo le miente sobre su propia identidad y personalidad.
El prologuista apunta que Carlo Lorenzini, el autor de Pinocho, nacido en Florencia el 24 de noviembre de 1826, asumió “el seudónimo de Carlo Collodi como homenaje a Collodi, el pueblo de origen de su madre, a la que siempre se sintió muy unido”. Articulista periodístico y fundador de periódicos; dramaturgo y crítico teatral; novelista y participante, en 1868, en la redacción del Novo vocabolario della lengua italiana secondo l’uso di Firenze; traductor de “cuentos de hadas de Madame D’Aulnoy y Charles Perrault”; y dedicado a la creación de literatura infantil y pedagógica, Collodi, en el Giornale per i bambini (Periódico para los niños con sede en Roma y dirigido por Ferdinando Martini) publicó por entregas numeradas con romanos, “entre el 7 de julio y el 27 de octubre de 1881”, la Storia di un burattino (Historia de un títere), que, dice la traductora en su nota 42, terminó en el capítulo XV (con el ahorcamiento del títere en la Encina Grande). “Pero a los cuatro meses, debido a las peticiones de sus pequeños lectores [y a los requerimientos de ‘Guido Biagi, responsable a cargo del Giornale’], Collodi se vio obligado a continuar con la narración retomándola precisamente en este punto. La publicación se reanudó el 16 de febrero de 1882, con [el capítulo XVI y] el título Le avventure di Pinocchio (Las aventuras de Pinocho)”, y concluyó el “25 de enero de 1883” con el capítulo XXXVI (con el títere Pinocho transformado en niño). Y casi enseguida: a principios de febrero de 1883 aparecen reunidas las XXXVI entregas del folletín (cada una con un sintético encabezamiento que no tenían y una serie de modificaciones) con el título Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino, libro impreso en Florencia por Felice Paggi Libraio-Editore, con ilustraciones de Enrico Mazzanti. “El futuro clásico alcanza un éxito moderado en su primera edición [dice el prologuista]. Collodi continuó escribiendo y publicando textos escolares hasta 1890, año en que muere [por un aneurisma pulmonar] sin haber tenido ocasión de hacerse idea del arrollador éxito que acabaría teniendo su obra.” Aunque sí, poco antes de morir el 26 de octubre de 1890 (un mes antes de cumplir 64 años), conoció cuatro ediciones más publicadas por el mismo Felice Paggi: 1886, 1887, 1888 y 1890. 
A estas alturas del siglo XXI, Pinocho, después de la Biblia y del Corán, quizá no sea la obra más traducida en todos los rincones de la recalentada aldea global, pero sin duda sí es un clásico de la literatura infantil, de aliento fantástico y popular (lo cual no riñe con los cambios, omisiones, variaciones y añadidos que se permiten los traductores y adaptadores de toda laya y género literario, historietista, escenográfico o cinematográfico). Y a todas luces resulta muy anacrónico e ingenuo con su carga moralizante, maniquea, sentimental y lacrimosa, más aún si el lector es un adulto enraizado y encorsetado en sus prejuicios y atavismos. No obstante, puede resultar lúdico y jubiloso descubrir (o redescubrir) la conversión de un trozo de madera en un títere tallado por el viejo y pobretón Geppetto (a la sazón su padre); marioneta que se comporta como un niño proclive al juego, a las travesuras, a eludir el estudio y las tareas, y a decir mentiras, motivo por el que le crece la nariz. 
Si a priori éste es el rasgo que más lo caracteriza en el imaginario colectivo y popular, a lo largo de la narración, sembrada de aventuras y amargas y crueles peripecias, cobra relevancia y trascendencia su intrínseco anhelo de dejar de ser un títere de madera y convertirse en un niño de carne y hueso. Cosa que logra con mucho esfuerzo, dedicación y buena conducta tras emerger de la descomunal barriga del ciclópeo Tiburón, donde, en medio del mar y sin esperarlo, se encontró con Geppetto, ya hecho un achacoso viejecito. 
  Pinocho, en cuanto a escribir, utilizaba un palito afilado 
   para usarlo como plumilla, y como no tenía tintero ni tinta
   lo mojaba en un frasquito lleno de zumo de moras y cerezas
”.


Ilustración de Mattotti
Vale decir que a sus propios méritos, ganados con heroísmo, sudor, estudio, autorrecriminaciones, moralina y lágrimas, se añade el Hada de los Cabellos Azul Turquí, su materno espíritu tutelar, que casi siempre lo protege (aún cuando él lo ignora) e incide en su proceso educativo, el cual, además, está signado por las moralejas que le recitan y protagonizan una serie de personajes con que se topa, en su mayoría insectos y animales, y que en conjunto reflejan y complementan la buena conciencia que anima a Pinocho y a Geppetto: el Grillo Parlante, el niño que se niega a comprarle el Abecedario, el Mirlo, el Papagayo, la Luciérnaga, el Palomo, el Delfín, el maestro, el Cangrejo, el mastín Alidoro, el borriquillo rebelde, la Marmotita, el Atún, el Caracol. 



Carlo Collodi, Pinocho. Prefacio de Alfredo Lara López. Notas y traducción del italiano al español de Armanda Rodríguez Fierro. Ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti. Colección Grangaznate (1), Valdemar. Madrid, noviembre de 2007. 162 pp.


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viernes, 2 de enero de 2015

Hansel y Gretel




Ojo por ojo, diente por diente

Nadie de la tribu de la aldea global ignora que “Hansel y Gretel” es uno de los relatos más célebres, de anónimo origen oral, compilados por los Hermanos Grimm en el ámbito del habla alemana (y de ciertas variantes idiomáticas y dialectales): Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), cuya última edición, la séptima, titulada: Kinder- und Hausmärchen, o sea: Cuentos de niños y del hogar, apareció en Berlín, en 1857, con 201 narraciones y 10 leyendas religiosas.
(FCE, México, 2004)
Entre las mil y una ediciones de “Hansel y Gretel” figura la publicada en México, en “abril de 2004”, por el Fondo de Cultura Económica dentro de la serie Clásicos. Se trata de un libro de pastas duras (28.3 x 19.4 cm), con ilustraciones a color de Anthony Browne (Inglaterra, septiembre 11 de 1946), cuya traducción al español de Miriam Martínez —autora del visualmente espléndido cuento infantil De cómo nació la memoria de El Bosque (FCE, 2007)— no se hizo del alemán, sino del inglés, precisamente de un libro publicado en Londres, en 1981, por Walter Books Ltd. Sin embargo, con sus lógicas variantes, ni duda cabe que se trata del famoso cuento de los Hermanos Grimm.
Ineludiblemente, varios detalles de “Hansel y Gretel” evocan ciertas características de “Pulgarcito”, uno de los ocho cuentos del francés Charles Perrault (1628-1703), aparecidos en 1697, en París, en lengua gala, en su libro Historias o cuentos de antaño. Con moralejas, lo cual indica que provienen de un mismo fondo tradicional y narrativo. 
En “Pulgarcito” un pobrísimo matrimonio de leñadores tienen siete hijos, de entre diez y siete años. Una hambruna los inducen a deshacerse de sus vástagos abandonándolos en el bosque a merced de los lobos y de las inclemencias del tiempo (lo cual equivale a un intento de asesinato sin ensangrentarse las manos y sin ver la escena de la atroz muerte). El más pequeño de los niños, Pulgarcito, oye en la noche que sus progenitores cuchichean que los perderán con tal de no verlos morir de hambre. Cuando todos duermen, sale de la casa y recoge piedrecillas blancas que oculta en sus bolsillos y que irá distribuyendo en el trayecto y que les indicarán el camino de regreso. La estrategia es un éxito; pero no después del asedio de la segunda hambruna, pues Pulgarcito tiene que restringirse a un trozo de pan cuyas migajas irá dejando en el recorrido, dado que cuando quiere salir a la intemperie para hacerse de las piedrecillas, la puerta está cerrada con doble llave. En el momento en que en medio del bosque y de la oscuridad de la noche, los siete chiquillos se disponen a regresar, descubren que las aves se comieron las migajas.  
Ilustración de Anthony Browne
Algo parecido sucede en “Hansel y Gretel”, no obstante las coincidencias albergan sus diferencias. El pobrísimo matrimonio de leñadores lo constituyen un padre y una madrastra; atacados por el hambre, aquí es ella la que sonsaca al pusilánime de su marido con la treta de perder a los niños en medio de la oscuridad y de los peligros del bosque; mientras que en “Pulgarcito” es el progenitor el que tiene la maligna ocurrencia y la expone a su mujer, quien, pese a sus airadas protestas y remordimientos, acepta y conviene la diabólica idea. En “Hansel y Gretel” ambos oyen, en la noche y desde su cama, lo que planean los mayores y es el niño el que sale de la casa mientras éstos duermen y se llena los bolsillos de piedrecillas blancas que, a la luz de la luna, les indican el camino de regreso. De nuevo por el hambre, para la segunda partida, Hansel quiere hacer lo mismo, pero la puerta está cerrada con llave y tiene que limitarse a un trozo de pan, cuyas migajas se comen los pájaros y por ende no pueden regresar y se pierden.
Ilustración de Anthony Browne
En el cuento de Charles Perrault, Pulgarcito, muy listo y temerario, es el héroe que toma todas las iniciativas para guiar y salvar a sus seis hermanos y, al término, para enriquecer y beneficiar al grupo familiar. Cuando por segunda vez los siete niños se hallan extraviados en la oscuridad del bosque, Pulgarcito se sube a un árbol y ve una lejana luz que empiezan a seguir y que finalmente los lleva a una casa donde vive un feroz ogro, con su esposa y sus siete pequeñas ogresas. 
En “Hansel y Gretel”, si bien es el niño el que toma la iniciativa de llevar piedrecillas escondidas en los bolsillos y luego de ir dejando en el camino migajas del trozo de pan, la heroicidad de salvarse de los peligros del bosque y de regresar vivos y ricos la comparten ambos. Por segunda vez perdidos en la arboleda, al tercer día Hansel y Gretel ven un hermoso pájaro blanco, de extraordinario canto, que los guía y lleva hasta una solitaria casita, que en este caso es “de galleta, ¡y las ventanas de azúcar claro y brillante!”
Ilustración de Anthony Browne
En “Pulgarcito”, el ogro, que suele comerse los niños que cocina su insultada y temerosa mujer, tiene un olfato agudo y animal y por ende descubre a los siete chiquillos escondidos bajo una cama. En “Hansel y Gretel” la dizque amable viejecilla que les da cobijo resulta ser una bruja con la vista muy corta y el olfato muy sensible y por ende olió su presencia en el bosque. La bruja encierra a Hansel en una jaula, donde empieza a alimentarlo para que engorde y luego, cuando ya esté en su punto, lo cocinará y lo devorará. Gretel, a quien vuelve su criada y alimenta con las sobras, es quien día a día le da de comer a su hermano. Dado que la bruja es cegatona, Hansel, cuando ésta le pide que saque el dedo para tocárselo y ver si ya engordó, saca un hueso de pollo en vez del dedo y así logra engañarla hasta que un mes después la vieja se desespera y decide darse el gran banquete. Gretel es quien acarrea el agua para preparar el caldero y quien enciende el fuego. La bruja decide que primero hornearán hogazas de pan. Luego le ordena a la niña que se asome al horno y verifique si ya está caliente para introducir la masa; dado que finge no saber cómo se hace, la vieja decide enseñarle el modo: mete “la cabeza en el horno” y “Entonces Gretel la empujó con todas sus fuerzas, cerró la tapa de hierro y echo el cerrojo.
“Sin perder un minuto, Gretel corrió a donde estaba su hermano, abrió la jaula y exclamó:
“—¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!”
Ilustración de Anthony Browne
Los niños, exultantes, se besan y apapachan. Y antes de emprender el regreso a su casa, descubren que “en todos los rincones” de la casa de la bruja “había cofres de perlas y piedras preciosas”. Hansel y Gretel se roban todas las que pueden y luego son auxiliados por un pato blanco que, montados en su lomo (primero uno y luego el otro), los ayuda a cruzar el río y los deja en las cercanías de su vivienda. Cuando llegan a ésta los recibe su padre, repleto de remordimientos, y descubren que, por fortuna, “La madrastra ya había muerto. Hansel y Gretel vaciaron sus bolsillos y las piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo. Sus penas habían terminado. Vivieron juntos y felices para siempre.”
Vale decir que, según se lee en Cuentos completos de Charles Perrault (Anaya, Madrid, 1997), “Pulgarcito” es un relato mucho más rico en minucias y anécdotas. Luego de ser descubiertos bajo la cama, el ogro, al ver a los siete niños, quiere que su esposa los cocine enseguida. Pero la mujer logra que postergue la matanza y los siete escuincles son enviados a dormir en una cama contigua a la cama donde duermen las siete pequeñas ogresas del ogro, cada una con una corona de oro en la cabeza. Pulgarcito, previsible, cuando todos duermen, intercambia las coronas de oro por los gorros de él y sus hermanos. El ogro, pensando que no debe dilatar la tarea de matarife, deja su cama por un momento y, con un filoso cuchillo, degüella a sus siete ogresas suponiendo, por los gorros que toca en la oscuridad, que son los siete chiquillos.
Ilustración de Gustave Doré
A la mañana siguiente, el ogro descubre los cuerpos de sus hijas nadando en un charco de sangre. Arroja una jarra de agua en las narices de su mujer, quien yacía desmayada tras descubrir la sangrienta escena, y le ordena que le prepare sus botas de siete leguas porque saldrá veloz tras los chiquillos, quienes huyeron durante la noche. 
Con sus poderosas botas de siete leguas, que le permiten andar de prisa y saltar montañas y ríos, el ogro está apunto de alcanzar a los chamaquitos. Pero como tales botas agotan más de la cuenta, el ogro se sienta a descansar en una gran roca donde se queda dormido dando tremendos ronquidos. Da la casualidad que los siete niños se habían escondido en el hueco de tal piedrota. Pulgarcito les dice a sus seis hermanos mayores que regresen a la casa de sus padres y él le quita al ogro las botas de siete leguas y se las pone, las cuales, por un hechizo, se ajustan al tamaño de quien las usa. 
Ilustración de Gustave Doré
Con las botas de siete leguas, Pulgarcito, raudo, se dirige a la casa del ogro y para robarle sus bienes y en un tris enriquecer a su pobre familia, a la esposa de éste le expone una gran mentira:
“—Vuestro marido —le dijo Pulgarcito— corre mucho peligro, pues ha caído en manos de una banda de ladrones, que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal en el cuello, me vio y me rogó que viniera a avisaros de la situación en que se encuentra, y que os dijera que me dieseis todo lo que tiene de valor, sin dejar nada, porque de lo contrario lo matarán sin misericordia. Como la cosa urge, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas, como podéis ver, para ir más de prisa, y también para que no creyerais que soy un impostor.
“La buena mujer, muy asustada, le dio en seguida todo lo que tenía, pues aquel ogro, aunque se comiera a los niños pequeños, no dejaba de ser un buen marido. Pulgarcito, cargado de todas las riquezas del ogro, volvió a casa de su padre, donde lo recibieron con mucha alegría.”
Vale apuntar que el cuento de Charles Perrault añade un final que torna legendario el robo de Pulgarcito y donde se asegura que, en la Corte, ofició de espía, correo, correveidile e influyente trepador:
Hay quienes “Aseguran que, cuando Pulgarcito se hubo calzado las botas del ogro, se fue a la Corte, donde se enteró de que estaban muy preocupados por un ejército que estaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se había librado. Dicen que fue a ver al Rey, y le dijo que, si quería, le traería noticias del ejército antes de acabar el día.
“El Rey le prometió una buena cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo noticias aquella misma tarde, y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo, ganaba todo lo que quería, pues el Rey pagaba perfectamente bien por llevar sus órdenes al ejército, y, un sinfín de damas le daban todo lo que quería por tener noticias de sus amantes, y de ahí sacó sus mejores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y suponían tan poco, que ni se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado.
“Después de haber hecho durante algún tiempo el oficio de correo y de haber amasado una buena fortuna, volvió a casa de su padre, donde no es posible imaginar lo que se alegraron de volver a verlo. Acomodó a toda su familia. Compró cargos de nueva creación para su padre y para sus hermanos; y por ahí los fue colocando a todos, al mismo tiempo que se creaba una excelente posición en la Corte.”
Los Hermanos Grimm

Hermanos Grimm, Hansel y Gretel. Traducción del inglés al español de Miriam Martínez. Ilustraciones a color de Anthony Browne. Clásicos, FCE. México, 2004. S/n de p. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Los Cuentos de Charles Perrault




Érase una vez un libro de retoques y transformaciones

En “noviembre de 2003”, en Barcelona, en la serie Los libros del tesoro, Edhasa publicó el volumen Los Cuentos de Charles Perrault (29.2 x 21.7 cm), con ilustraciones (en blanco y negro) de Gustave Doré (1832-1883) en páginas completas. Con caja-estuche, pastas duras, viñetas en las guardas y listón-separador, es una edición atractiva desde el punto de vista visual (quizá más para los adultos que aprecian la dispersa obra del célebre ilustrador francés); no obstante, dados los bemoles editoriales no deja de ser un libro más que, arbitrariamente, traduce y antologa un conjunto de las celebérrimas narraciones infantiles que Charles Perrault (1628-1703) escribió en francés a fines del siglo XVII. 
Charles Perrault
       
(Edhasa, Barcelona, noviembre de 2003)
       
Gustave Doré
Fotografía de Felix Nadar
       Nadie ignora que en el mercado de los libros sucesivamente proliferan las mil y una ediciones ilustradas (muchas veces individuales) de los más populares cuentos de Charles Perrault (inscritos en el ancestral imaginario colectivo, es decir, muchísimo antes de que las adaptaciones y variaciones cinematográficas y de dibujos animados tomaran protagonismo en la imaginación, en los sueños y en las pesadillas de todos los niños de todas las épocas): “Caperucita”, “Pulgarcito”, “La Cenicienta”, “La bella durmiente”, “El gato con botas”, “Barba Azul”. Ediciones que, sin ningún tipo de información, por lo regular sólo rotulan tres nombres: autor, traductor e ilustrador. Detalles que el pequeño lector, entre menos edad tiene, más pasa por alto. 

Los hermanos Grimm
       A diferencia de los hermanos Grimm: Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), que en el ámbito del alemán compilaron 10 leyendas religiosas para niños y 201 cuentos infantiles (de 1857 data la edición definitiva), algunos de los cuales son consabidas variantes de los relatos urdidos por Perrault, la obra de éste, publicada por primera vez en francés y en París, es muy breve: tres cuentos en verso: “Grisélides” (1691), “Los deseos ridículos” (1693) y “Piel de asno” (1694); más ocho cuentos en prosa bajo el título Historias o cuentos de antaño. Con moralejas (1697): “La bella durmiente del bosque”, “Caperucita Roja”, “Barba Azul”, “Maese gato o el gato con botas”, “Las hadas”, “Cenicienta o el zapatito de cristal”, “Riquete el del copete” y “Pulgarcito”; libro, años ha, popularmente conocido como Cuentos de mi madre la Oca o Cuentos de mamá Oca, debido a una imagen que alguna vez en lengua gala tuvo en la portada y “que es toda una deliciosa estampa evocadora de un viejo romance”, según dice María Edmée Álvarez en Cuentos de Perrault (Porrúa, México, 1974), “en que esa Mamá Oca de la fábula, convoca a sus patitos para relatarles aleccionadoras historias y prevenirlos contra las asechanzas de la vida”.

La bella princesa (la futura Piel de Asno) , al ir en busca de su hada protectora,
viaja 
en un bello cabriolé dirigido por un carnero que conocía todos los caminos.
Ilustración de Gustave Doré.
 
Sentado en la piedra, el druida, que en la presente versión en prosa de Piel de Asno,
podría casar al rey con su hija.
Ilustración de Gustave Doré.
        En este sentido, el título publicado por Edhasa: Los Cuentos de Charles Perrault resulta falaz, pues parece que anuncia el total de los trece relatos del autor francés, pero no es así. Sólo reúne nueve: los ocho Cuentos de antaño, pero sin sus correspondientes moralejas; más “Piel de asno”, pero no la versión en verso escrita por Perrault, sino una versión en prosa a la que además se le eliminaron las alusiones grecolatinas, la cual procede de una adaptación anónima publicada en 1781 y que fue, según apunta Emilio Pascual en el “Apéndice” de Cuentos completos de Charles Perrault (Anaya, Madrid, 1997), la que en el siglo XIX ilustró Doré (al parecer data de 1862). Entre sus observaciones críticas, Emilio Pascual señala un pasaje del texto apócrifo que no está en el original de Perrault y que ilustró Doré: cuando la princesa, al ir en busca de su hada protectora, se marcha “en un bello cabriolé dirigido por un carnero que conocía todos los caminos del reino”. Tal episodio figura, con la ilustración de Doré, en la versión que se lee en libro editado por Edhasa; y esto también ocurre con el detalle del druida que podría casar al rey con su bellísima hija y que en la versión de Perrault es un casuista. Pero lo que no está es el hecho de que en la versión apócrifa, dicen los susodichos, “se han suavizado ciertos detalles: El rey no quiere casarse por su propia voluntad, sino a petición del pueblo, que lo insta a casarse”; pues aquí, al igual que en la original versión en verso, donde hay más énfasis, es el propio rey, por sus motivos y sin que el pueblo se lo pida, el que está obsesionado con casarse con su bellísima y doncella hija y por ende le obsequia los tres rutilantes vestidos que ella le pide (siguiendo los consejos de su hada) y hasta mata a su valioso borrico (para regalarle la piel), la gallina de los huevos de oro de sus caballerizas, que en vez de boñigas, defecaba “montones de monedas oro”, se dice aquí, mientras que en los versos de Perrault se canta: 


          Tan limpio lo formó naturaleza,
          que nunca se ensuciaba,
          y en lugar de boñigos él soltaba
          buenos luises y escudos, pieza a pieza,
          que, en cuanto despertaba,
          cada mañana allí se recogía
          sobre la rubia cama en que dormía.

Vale añadir que en Los Cuentos de Charles Perrault editado por Edhasa, amén de ciertos elogios, no se brinda ninguna información sobre Gustave Doré ni se data la edición francesa donde aparecieron sus ilustraciones; sólo en la página legal, sin acreditar ningún anterior copyright, se lee: “Título original: Contes”, “Traducción: Leonardo Domingo”, “Ilustraciones de Gustavo Doré”, “Diseño de la sobrecubierta: Jordi Sàbat”, cuya estampa, coloreada, reproduce la ilustración de Doré donde el lobo, con el gorro de dormir de la abuela, está en la cama, junto a Caperucita, a punto de iniciar el célebre diálogo que precede a la gran comilona en un solo bocado. 
(Edhasa, Barcelona, noviembre de 2003)
Contraportada
         En la cuarta de forros del libro (y en la contraportada del estuche), a un lado del coloreado dibujo del Gato con botas trazado por Doré, figura una nota sin firma que reza al inicio: “Los cuentos de Charles Perrault (1628-1703) componen un paisaje dominado por la fantasía, la maravilla, las alegrías y la felicidad, poblado de hadas y de personajes tan entrañables como el Gato con Botas, Pulgarcito, Piel de Asno o la Cenicienta. Sin embargo, con el tiempo ese bello paisaje ha sido objeto de todo tipo de modificaciones, retoques y transformaciones, hasta el punto que se hace difícil reconocer la mano maestra de Perrault en algunas de las versiones de estos excelentes cuentos.”  Vale objetar que además del apócrifo “Piel de asno”, las presentes versiones en español de Los Cuentos de Charles Perrault no están exentas de múltiples “modificaciones, retoques y transformaciones” que sería largo enumerar. No obstante, en todos los casos (incluido el apócrifo), palabras más, palabras menos, se transluce “la mano maestra de Perrault”.

Y lo que también resulta muy errado y fuera de foco es el inicio del segundo párrafo de tal nota, que a la letra yerra: “En la forma que originalmente diera Charles Perrault a estas fantásticas aventuras de origen ancestral e incierto”, pues es más que obvio que en ningún caso se trata de la forma original.
El lobo a punto de devorar a Caperucita
Ilustración de Gustave Doré
         El lector adulto o el niño que lea Los Cuentos de Charles Perrault editados por Edhasa va a encontrarse (palabras más, palabras menos) con las anécdotas de siempre: la abuela y la niña que terminan en la panza del lobo; el mínimo chiquillo que en medio de los peligros del bosque guía y dirige a sus seis hermanos, los salva del banquete del ogro y enriquece a su pobrísima familia de leñadores; la bella princesa, que tras dormir cien años en medio de un castillo encantado y de un tupido bosque no menos hechizado, es despertada por un príncipe azul con el que se casa y tiene una hija y un hijo que luego están a punto de ser devorados por su abuela, la ogresa que al final se hunde en una cuba de sapos, víboras y culebras y que en un santiamén la devoran; la sumisa, bondadosa y bella hijastra (“Culocenizón”) que, gracias a la protección de su hada, logra que una zapatilla de cristal la rescate del oprobio y de los mugrosos harapos; el astuto y embustero minino que torna rico y príncipe heredero a un humilde y tontorrón campesino; el feo y deforme engendro que, gracias a la inteligencia otorgada por un hada que signa su nacimiento y vaticina su futuro, seduce y torna inteligente a la más tonta y más bella princesa de que en ese reino se tenga noticia; la bellísima princesa que, debido a la protección y a los favores de un hada, puede eludir los deseos incestuosos de su padre y casarse con el príncipe más galán de la comarca; la hermosa y bondadosa hija, odiada y envilecida por su despreciable madre y por su despreciable hermana, que, dado el don que le brinda un hada (por cada palabra que dice de su boca brota una flor o un piedra preciosa), cautiva a un príncipe que aprecia su particular dote y belleza; y el ricachón asesino serial, afeado por el color de su barba, que colecciona, en un secreto y prohibido gabinete, los cuerpos colgantes de sus descabezadas víctimas. 

Barba Azul y su joven esposa
Ilustración de Gustave Doré
       En la vaga y breve “Introducción” sin firma que precede a las nueve narraciones antologadas por Edhasa en el volumen Los Cuentos de Charles Perrault no se menciona ni se dice nada de la dedicatoria que, en 1697, precedió la primera edición de los Cuentos de antaño

     
Pulgarcito oye que sus padres a él y  a sus hermanos los perderán en el bosque
Ilustración de Gustave Doré
        En el susodicho Cuentos completos de Charles Perrault editado por Anaya, además de que se afirma que en la primera edición de 1697 no se acreditó la autoría de Charles Perrault, sí figura la dedicatoria y la firma de “P. Darmancour” que la signó. Según los comentaristas Joëlle Eyheramonno y Emilio Pascual, “Se trata del hijo de Charles Perrault, Pierre Perrault Darmancour, nacido el 21 de marzo de 1678”, quien dedicó el libro “A Mademoiselle”. “Esta Mademoiselle”, anotan, “es Elisabeth-Charlotte d’Orléans (1676-1744), sobrina de Luis XIV, a quien llamaban ‘Mademoiselle’. Casada con el duque de Lorena en 1698, fue la abuela de la reina María Antonieta, la desgraciada esposa de Luis XVI, que murió con él en la guillotina durante la Revolución francesa.” En tal dedicatoria, Darmancour comienza diciendo: “A nadie le parecerá extraño que un niño se haya complacido en componer los cuentos de esta colección, pero sí sorprenderá que haya tenido la osadía de ofrecéroslo.” Puesto que “Los cuentos han sido publicados en enero de 1697”, apuntan, “El ‘niño’ Darmancour tiene, pues, diecinueve años no cumplidos.”

Es decir, tales datos y otros que esbozan los comentaristas, suscitaron la controversia en torno a quién había escrito los Cuentos. Por lo que anotan, cabe la posibilidad o hay quienes han pensado que Darmancour los escribió; pero, se dice, fue Charles Perrault quien pulió la escritura y les dio la coherencia final. Sea como haya sido el borroso proceso creativo y sus fuentes (orales y bibliográficas) los Cuentos de antaño perduran como obra indiscutible de Charles Perrault, tan indiscutible como figuran sus tres primeros cuentos en verso. Sin embargo, en la citada “Introducción” del presente volumen la autoría de Perrault casi se reduce al papel de rastreador, oidor y transcriptor, como fue el posterior y feliz caso de los Hermanos Grimm en el ámbito del alemán (y de ciertas variantes dialectales): “Pero, ¿de dónde proceden estos relatos, tan diversos y cautivadores? Sin duda, de los más remotos tiempos, pero hay que otorgar a Charles Perrault el mérito de haberlos recopilado y haberles dado la forma definitiva.”
Charles Perrault
       En el mismo tenor, líneas más abajo se reafirma: “Este hombre de talante original, vivo, independiente, tuvo la feliz ocurrencia de recopilar los relatos que la tradición, de padres a hijos, había transmitido hasta su tiempo. En un estilo claro, simple, eligiendo siempre las palabras que más seducen a la imaginación infantil, Perrault puso por escrito desventuras, proezas, toques de varita mágica, sentimientos apasionados, acciones colectivas, largas y tensas esperas, desenlaces rápidos y felices...”


Charles Perrault, Los Cuentos de Charles Perrault. Traducción del francés al español de Leonardo Domingo. Ilustraciones en blanco y negro de Gustave Doré. Los libros del tesoro, Edhasa. Barcelona, noviembre de 2003. 144 pp.



domingo, 9 de noviembre de 2014

Los vampiritos y el profesor



Erase que se era una gata furiosa en un tejado

En la serie de libros infantiles para leer y mirar: EnCuento, coeditada por el CIDCLI y el CONACULTA, apareció, en 1998 y con tres mil ejemplares, Los vampiritos y el profesor, narración fantástica de Francisco Serrano (México, junio 27 de 1949), ilustrada con dibujos en color de Claudia Legnazzi, cuya confluencia, bajo el diseño gráfico de Rogelio Rangel y la reproducción fotográfica de Rafael Miranda, sin duda resulta seductora para el pequeño lector. 

(CIDCLI/CONACULTA, México, 1998)
¿Cómo olvidar las virtudes mágicas que Jaime Sabines canta y receta en “La luna”?, poema que incluso varias veces ha sido editado e ilustrado en libros para niños. Pero ante lo que narra Francisco Serrano (con los dibujos de Claudia Legnazzi), por una inconsciente y caprichosa evocación auditiva (tal licantropía de huitlacoche) se puede cantar y oír aquello de que “la luna había aparecido/ como una gata furiosa en un tejado”, versos de “El ahorcado del Café Bonaparte”, poema de Los puentes (1962), del cubano Fayad Jamás (1930-1988), cuyo título alude los bajos fondos del Sena plagados de clochards, cuyos textos el poeta escribió en la miseria europea y parisina, entre 1956 y 1957, después de cruzar el océano desde La Habana en calidad de polizón y náufrago en un barco carguero; (el poema aludido, que buena parte es el monólogo post mortem de un vagabundo solitario y suicida, comprime esa atmósfera desolada y miserable que vivió el autor durante esos fríos y duros años).
Lo dicho no quiere decir que Los vampiritos y el profesor es un modelo de melancolía, abandono o acedia, “ese mal del espíritu descrito por los teólogos y los médicos medievales y renacentistas”, “la enfermedad de los contemplativos y religiosos”, para decirlo con las palabras que Octavio Paz (1914-1998) emplea al reflexionar en torno Nostalgia de la muerte (1938) de Xavier Villaurrutia (1903-1950). Todo lo contrario. Es un modelo de felicidad infantil; de esa que de acuerdo con la milenaria tradición, aún cultivan ciertos privilegiados y elitistas chavalines cada vez que la voz de alguno de sus padres(o algún semejante por el estilo) les dice o les lee un cuento antes de extraviarse en los sueños, sugerido esto en el chiste preliminar de que Francisco Serrano “con Los vampiritos y el profesor quiso escribir un cuento para no dormir a los niños”.

El profesor Persiles Tarantado y los vampiritos Lop y Kiria
Ilustración: Claudia Legnazzi

La Luna Llena, la Diosa Blanca, es protagonista del presente relato. Pero los personajes principales son el profesor Persiles Tarantado y Lop (más o menos de seis años) y Kiria (más o menos de cinco), un par de vampiritos que el profesor recibe por correo desde Rumania, el país de la Europa Oriental donde se hallan las remotas, legendarias y peliculescas tierras de Transilvania. Así, el cuento de Francisco Serrano es una infantil variante que desciende de la antigua estirpe de los mitos, leyendas y relatos de vampiros que en encauzara el irlandés Bram Stoker (1847-1908) con Drácula (1897), novela que no lo hizo millonario, pero sí célebre e inmortal en todos los idiomas (un auténtico muerto no muerto) y que tantas veces ha sido adaptada, variada o parafraseada en la pantalla grande (F.W. Murnau, Werner Herzog, Francis Ford Coppola, Roman Polanski y otros, incluidos directores de infumables churros de horror). 

El laboratorio secreto del profesor Persiles Tarantado
Ilustración: Claudia Legnazzi

     Persiles Tarantado, clisé de científico loco, distraído y noble, vive en la ciudad de México (época actual) en un edificio de departamentos y trabaja en un laboratorio de análisis clínicos, la fuente que utiliza para alimentar el laboratorio secreto que ha instalado en el baño de su departamento, donde investiga la sangre (estructura, composición, funciones) con el objetivo “de descubrir una sustancia maravillosa que mezclada con el plasma sanguíneo lo vigorizaría de tal manera que casi no sería necesario comer”; es decir, busca acabar “para siempre con el hambre”. Esto hizo que los pequeños vámpir (“palabra que significa espectro bebesangre”) fueran enviados al profesor dentro de un par de antiguos féretros, pero también porque los mayores de los pequeños consideraron a México como un lugar “muy apropiado para criar a los vampiritos porque desde el tiempo de los aztecas a este país le ha gustado la sangre”. Así, según el canon que sigue y varía Francisco Serrano, los pequeños duermen en sus ataúdes durante el día, viven de noche, pueden volar y aparecer donde les plazca, necesitan sangre humana para alimentarse, su imagen no se refleja en los espejos, y sus mordeduras en la yugular de la víctimas contagian a éstas, es decir, propagan la peste de la colmilluda e infame turba de nocturnas aves, dado que las transforman en vampiros. 

La antigua estirpe de los vampiritos
Ilustración: Claudia Legnazzi

Cierto es que en un principio el profesor Tarantado acepta cuidar a los vampiritos persuadido por la simpatía de éstos, pero también por el jugoso chequezote de un millón de dólares que le sirven para aligerar su apretado y modesto modus vivendi, que le envió, junto a los féretros y a una carta escrita en caracteres góticos y en un áspero y pseudoantiguo castellano (en realidad una lúdica y divertida parodia), nada menos que el Conde Desmodus van Rolacy, Gran Maestro de la Orden del Laberinto, distinguido pariente de los pequeños vampiros, que le da noticia de una catástrofe reciente: la destrucción por un terremoto del Bolgana, el majestuoso castillo en lo alto de las escarpadas latitudes de Transilvania que durante cinco siglos habitó el rancio abolengo familiar. 
El castillo transilvano
Ilustración: Claudia Legnazzi

Y si mediante sus brillantes pesquisas fisicoquímicas el profesor logra “neutralizar los alcances letales de la luz solar sobre el ser de los vampiros” y así pueden “estar despiertos y activos durante el día”, no deja de preocuparle el hecho de que siguen siendo un par de vampiros que necesitan sangre; es decir, no comen pasteles, ni dulces, ni helados, ni palomitas de maíz, ni nada por el estilo, sólo beben sangre. Y el profesor, por su empleo en el laboratorio de análisis clínicos, cada día los abastece en casa con “dos litros de sangre fresca, que los vampiritos bebían gustosos en sendos biberones de porcelana, decorados con pinturas de lobos, castillos y luna llena brillando sobre el bosque”.
   En este sentido, la naturaleza de los pequeños vampiros cobra efervescencia bajo el influjo de la Diosa Blanca, la Luna Llena. “No estaba seguro don Persiles [dice la voz narrativa], pero tenía la sospecha de que en la oscuridad los niños podían volverse peligrosos, sobre todo, porque pudo constatar que en las noches de luna llena se hacía inquieto el sueño de los vampiritos, que sudaban y se agitaban pronunciando palabras en un idioma incomprensible.” 
   Estos síntomas recuerdan un pasaje que se lee en el ensayo donde Martha Robles se ocupa de “La Diosa Blanca”, compilado en Memoria de la Antigüedad (CONACULTA, 1994): “Bella, esbelta, con la piel tan blanca como la lepra y los ojos intensamente azules, Keats, Coleridge o Graves la vinculan a la pesadilla Vida-en-Muerte que fascina y desespera porque súbitamente puede transformarse en marrana, yegua, perra, zorra, bruja, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sibila o sirena magnífica. Su versatilidad explica por qué, bajo su influjo al escribir un poema, se crispan los nervios, se erizan la piel y los cabellos, saltan los ojos llorosos como expulsados desde dentro y un horripilante sudor atraviesa el alma hasta humedecer cada poro concentrado en escribir o en leer un verdadero poema, ése que, al decir de Robert Graves, resulta por necesidad ‘una invocación de la Musa, de la Diosa Blanca, Madre de Todo Ser Viviente, portadora del antiguo poder del miedo y la lujuria, la araña hembra y la abeja reina cuyo abrazo es la muerte’.”
       Así, los pequeños vampiros, a escondidas del profesor, como inconscientes posesos, celebran su ancestral, atávico, congénito y milenario rito: “varias veces, sobre todo en las tardes en que la luna llena como un farol se alzaba en el horizonte, Kiria y Lop aprovechaban sus salidas para chuparse a algún paseante solitario. Cuando descubrían a la víctima, se acercaban con disimulo fingiendo estar perdidos, la acorralaban, le ponían una zancadilla y, dando terroríficos gritos que paralizaban a cualquiera: -¡Jsh-kik!, -¡Jsh-kik! La empujaban, haciéndola caer y se ponían a sorberle placenteramente la sangre de la vena yugular, prendidos, una del lado del corazón y otro del lado de la cabeza.” 

Los vampiritos dándose vida
Ilustración: Claudia Legnazzi
Se puede decir, entonces, que los poemas que escriben con sangre este par de pequeños elegidos por la Diosa Blanca (poemas sonoros de resonancias primitivas compuestos por un estridente y rítmico percutir de chasquidos, gritos, aleteos, succiones, pujiditos, ¡aaahs! de satisfacción y deleite, algún eructo y quizá algún pedo o ráfaga de pedos), no son una serie de muertes que puedan contemplarse como una irrefutable celebración del asesinato considerado como una de las bellas artes (Thomas de Quincey dixit), sino el preámbulo de “la más temible invasión de vampiros” de que se tenga memoria en la multitudinaria Chilangolandia, pese a que el más antiguo de sus antepasados que originó la diáspora de la especie: el Anciano de la Montaña, que vivía en el Alamut (“que quiere decir ‘Nido de Aguila’”), “un castillo situado al sur del Mar Caspio”, haya cimentado su leyenda y castigo sobre la base de un sinnúmero de horripilantes asesinatos. 

Lop y Kiria recorriendo las calles de Chilangolandia
Ilustración: Claudia Legnazzi
     Es decir, los pequeños dejan vivitos y coleando a sus víctimas, que ineludiblemente se transforman en vampiros propagadores de la peste. Cuando el profesor descubre sus andanzas al oír la noticia de que un vampiro chupó a su novia en terrenos de la Universidad, empieza a ser consumido por una creciente depresión que lo arroja a la cama. Así, cuando los pequeños organizan su fiesta de cumpleaños (“caía a la mitad de octubre, justo el día de luna llena”) e invitan a sus compañeros de escuela, el profesor Tarantado supone lo que ocurrirá entre sus planes que, para el caso, sucede durante el juego de las escondidas con la luz apagada. Después de haber chupado a sus todos sus cuates del colegio (“lo hicieron suavemente, sin lastimarlos”) y ya han encendido la luz para devorar el pastel (pese a que a los vampiros sólo beben sangre humana), el profesor despierta súbitamente en su cuarto y ve por la ventana “cómo una gigantesca nube negra cubría la luna, mientras un aullido terrorífico resonaba en la noche.”


Francisco Serrano, Los vampiritos y el profesor. Láminas en color de Claudia Legnazzi. Serie EnCuento. CIDCLI/CONACULTA. México, 1998. 36 pp.



jueves, 20 de marzo de 2014

El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica



La pastilla del cine hace feliz

Es célebre la afición roquera del otrora joven Juan Villoro (México, septiembre 24 de 1956). Entre sus haberes relacionados con esa gama fónica puede citarse su legendario programa en Radio Educación: El lado oscuro de la luna (1977-1981); su coautoría en El rock del silencio; ciertas crónicas imaginarias de Tiempo transcurrido (1986); “Los días del futuro pasado”, artículo impreso en Entremés, revista de periodismo cultural, cuyo número 4 (mayo-junio de 1992) se ocupó del rock; y una entrevista que le hizo a su Satanísima Majestad: Mick Jagger, publicada en la revista El País Semanal (noviembre 4 de 2001), suplemento del diario español El País. Y además de sus traducciones, de sus artículos y de sus libros para adultos, en la vertiente de los relatos infantiles es autor de Las golosinas secretas (1985), de El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992) y de Baterista numeroso (1997).

(CONACULTA/Alfaguara, México, 1992)
       Con El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, excelente relato o novela corta para niños y adolescentes de 8 a 99 años, Juan Villoro celebra, al unísono, “el rock pesado” y la milenaria tradición de contar fábulas y narraciones infantiles. Se trata de un divertimento (ilustrado con dibujos y viñetas del Fisgón) que hace migas con el bien, tan lúdico, tierno y sentimental, como caricaturesco e hilarante. Juan Villoro demuestra sus virtudes narrativas y su facilidad para el chiste y la fantasía. Al armar su modelo acudió a un puñado de estereotipos reconocibles, sin dificultad, en la mitología roquera, en caricaturas televisivas y cinematográficas, en cómics y en narraciones de ascendencia oral y clásica.

El profesor Cremallerus
Ilustración: El Fisgón
       El profesor Cremallerus es el malo de la película. Destroza entre sus dientes galletas de animalitos, su alimento preferido. Desciende de brujos, magos y alquimistas. Es un científico e inventor cuyo mayor gozo es hacer el mal. En su laboratorio burbujean constantemente los tubos de ensayo. Y en las estanterías hay frascos con etiquetas que advierten: Cápsulas de rencor, Furia en polvo, Hojuelas vengativas, Mortadela salvaje. Su antípoda es el profesor Zíper, especie de Ciro Peraloca, autor de numerosos y estrafalarios inventos, entre los que se halla una cuerda de sol para guitarra eléctrica. El malvado Cremallerus odia al buenazo de Zíper, a quien envidia y considera su más peligroso competidor. Pero como es un hipocondríaco, tan paranoico como calvo, berrinchudo y fanático del rock, no puede tolerar el éxito del grupo Nube Líquida (se sabe de memoria todas sus canciones), sobre todo al guitarrista Ricky Coyote, puesto que además de ser el cerebro y el corazón del grupo, es él quien hace cimbrar la cuerda de sol inventada por el profesor Zíper. Nadie más en el mundo puede tocarla, dado que por las conjunciones cósmicas y los secretos que domina el científico, tiene en ella impresas las huellas digitales de Ricky Coyote.



Juan Villoro
        Zíper vive retirado en el pueblito de Mich., Mich. (Michigan, Michoacán). Su casa, construida con la arquitectura quecosaédrica inventada por él, se halla en medio de un sembradío de brócoli. Es tan distraído, infantil y benevolente, como aficionado al fútbol, al cine y al rock pesado. Su principal anhelo es crear la pastilla para ver películas. No se trata de un ácido lisérgico o de un alcaloide por el estilo, sino de una pastilla con sabor a palomita de maíz, en cuya médula se encuentran sintetizadas todas las películas filmadas en todos los lugares y tiempos. El que ingiere una de tales pastillas debe ver la película que desee; sin embargo, algo falla, porque el que toma la pastilla ve la película favorita de otro y no la suya. 

        El profesor Cremallerus logra convertir en un roquero y bello durmiente a Ricky Coyote. Es entonces cuando salta a la escena, casi de manera infalible, el niño Pablo (alter ego de los lectores), hermano menor de Ricky. El chaval Pablo, para salvar al grupo Nube Líquida, se transforma en un pequeño caballero armado con una navaja suiza (una de sus hojas sirve para partir pizzas y otra para untar mostaza en las hamburguesas), rompe su cochinito, deja a su abuelita, y emprende la travesía. Después de tropezar con dédalos kafkiano-burocráticos: la Asociación Mundial de Genios y el Instituto de Científicos Pipiricuánticos, más dispuestos al soborno y a la venta de títulos que a otra cosa, el niño Pablo llega por fin frente al locuaz del profesor Zíper y, no podía ser de otro modo, deduce y le da al científico la clave para arreglar el acelerador de voluntades, que era lo que fallaba en el perfeccionamiento de la pastilla para ver películas.
       Como todo héroe bueno que lucha por acceder a los beneficios mágicos, el chiquillo Pablo pasa por una serie de pruebas y obstáculos. Entre éstos se cuenta el recorrido por el lado oscuro del bosque de brócoli. Allí, perdido en ese oscuro laberinto, atestado de ruidos, ecos y alimañas, logra vencer el miedo y se domina a sí mismo al mencionar “la palabra más corta y maravillosa que conocía”: rock. Entonces se produce el destello mágico: la cuerda de sol emite un resplandor. Y mientras Pablo la utiliza como lámpara y escudriña los secretos del lado oscuro del brócoli, sus huellas digitales son impresas en la cuerda; es decir, por esa serie de asociaciones astrales y benévolas (entre ellas el chocolate con aceite de castor que brinda seguridad y los rezos que el profesor Zíper le dedica a Santa Pantufla, patrona de Michigan, Mich.), sólo él, en toditito el mundo, podrá tocar esa cuerda de sol.
      El niño Pablo, convertido en un prodigioso guitarrista, salva de la ruina al grupo Nube Líquida; y el profesor Zíper, inducido por la belleza de Azul, la niña que Pablo se anda ligando y que “está como para chuparse los dedos de las manos y los pies”, alivia a Ricky de su sueño interminable al darle a probar una cucharadita de su propio chocolate: le acerca al oído un radio de transistores que transmite el concierto donde el escuincle Pablo interpreta “Labios de chocolate”, el éxito más popular del grupo.
      El bien triunfa sobre el mal. El profesor Zíper reta a un duelo de inventos al profesor Cremallerus; y sin que éste lo advierta, Zíper lo hace tragar una de sus pastillas con sabor a palomita de maíz. El profesor Cremallerus empieza a ver películas de terror: experimenta así una felicidad nunca antes conocida por él. La pastilla inventada por el profesor Zíper es, entonces, una especie de panacea catártica o de elixir del bienestar. Cremallerus, que era “el más científico entre los malvados y el más malvado entre los científicos”, renuncia a su villanía. Para ser feliz ya no tendrá que hacer de las suyas, le bastará con ver películas espantosas plagadas de murciélagos, de “momias contra fantasmas”. Sólo le pide a Zíper que las pastillas que le dé no sepan a palomita de maíz, sino a galleta de animalito.
     



Juan Villoro
      Dos podrían ser las candorosas moralejas implícitas en este divertimento que no se propuso articular ninguna enseñanza. La primera (que podría dirigirse a los melcochosos y ñoños) es que el rock pesado, además de negocio multimillonario, puede no ser una estridencia que enerve o haga volar la tapa de los sesos, sino algo que divierte y produce placer, desahogos, descanso, cofradías, declaraciones amorosas y la ilusión de estar unido al género humano y al universo; y la segunda: pese a que sea difícil conseguir un chocolate con aceite de castor batido a la velocidad de Neptuno, más vale templar el miedo y las fantasías provocadas por la falta de seguridad en uno mismo, si es que el ingenuo lector se ha propuesto conseguir cierto objetivo.



Juan Villoro, El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica. Dibujos y viñetas del Fisgón. Colección Botella al Mar, Alfaguara/CONACULTA. México, 1992. 96 pp. 





Enlace a Labios de chocolate, rola de Walo Walalo: http://www.youtube.com/watch?v=bG6aVafSuFM

Enlace a Chocolate, rola de Jessie y Joy: http://www.youtube.com/watch?v=0qC7EbjkxzU

Enlace a Labios de chocolate, asegún Big House: http://www.youtube.com/watch?v=EpJPN_9V7mI

Enlace a Labios de chocolate, rola de Mc Ozdo: http://www.youtube.com/watch?v=MRXeHwnG_G0