lunes, 15 de diciembre de 2014

Tifón


 No todo se encuentra en los libros

Typhoon, novela corta o relato largo de Joseph Conrad (1857-1924), apareció por entregas, en 1902, en los primeros números de la revista británica Pall Mall, y en 1903, en Londres, en el libro Typhoon and other stories. La traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville, con el número 82 de la Colección Fontamara, se editó en Barcelona en “octubre de 1979”; mientras que la “Primera edición mexicana” se hizo una década después “en los talleres gráficos de Premià” (Tlahuapan, Puebla). Según una nota, Fontamara agradece “el asesoramiento en terminología náutica del oficial radiotelegrafista de la marina mercante D. Alfonso Aguirre García Pumarino. Todo error que en este terreno pueda subsistir es de plena responsabilidad de la editorial.” Al igual que las hermosas erratas que adornan sus páginas, ausentes en la edición de Alianza Editorial, impresa en Madrid en 2008.  
(Fontamara, Tlahuapan, 1989)
        Dividido en seis capítulos, Tifón narra, centralmente, la serie de peripecias y tribulaciones vividas a bordo del Nan-Shan —un vapor de manufactura británica destinado a navegar en los mares de la China Meridional y Oriental—, cuando un poderoso huracán los sorprende al cruzar el Estrecho de Formosa (frente a la actual isla de Taiwán). 

Construido en Dumbarton (Escocia) a solicitud de “los señores Sigg e hijo”, una firma de comerciantes de Siam” (la actual Tailandia), el Nan-Shan no cumple aún tres años y su armadura y tecnología es de lo más avanzada. Y desde el principio ha sido comandado por el capitán MacWhirr, oriundo de Belfast e iniciado en la marinería a los 15 años de edad. Pese a tratarse de un navío mercante y no de pasajeros, la misión inmediata del Nan-Shan es trasportar “desde el sur hacia el puerto de Fu-chau” (o Fuzhou) 200 chinos de la compañía Bun-Hin “que volvían a sus respectivos pueblos de la provincia de Fo-kien [o Fujian], después de varios años de trabajo en distintas colonias tropicales”. 
Poco antes de que a eso de las 10 de la mañana “un oleaje de través” comience “a subir desde el Canal de Formosa”, la voz narrativa traza una imagen de los chinos en la cubierta del Nan-Shan: “La mañana era espléndida, el mar aceitoso se henchía sin una burbuja, y en el cielo había un curioso manchón blanco, velado, como un halo del sol. La cubierta de proa, atestada de chinos, estaba llena de ropas sombrías, rostros amarillos y coletas, salpicada a la vez de muchos hombres desnudos, porque no había viento, y el calor era asfixiante. Los culíes descansaban, hablaban, fumaban o miraban fijamente por encima de la barandilla; algunos, subiendo agua por el costado del barco, se duchaban unos a otros; unos cuantos dormían sobre escotillas, en tanto varios grupos pequeños, de seis, sentados en cuclillas, rodeaban bandejas de hierro con platos de arroz y minúsculas tacitas de té; y cada uno de los celestiales llevaba consigo todo lo que poseía en el mundo —un arcón de madera provisto de un resonante candado y esquinas de bronce, que encerraba los ahorros de su trabajo: algunas ropas ceremoniales, varillas de incienso, tal vez un poco de opio, unos cuantos cachivaches de valor convencional, y un pequeño tesoro de dólares de plata, obtenidos con gran esfuerzo en gabarras carboneras, ganado en casas de juego o en míseros trueques, desentrañados de la tierra, logrados fatigosamente en minas, en líneas ferroviarias, en selvas letales, bajo grandes cargas— amasados con paciencia, cuidadosamente guardados, ferozmente protegidos.” 
Joseph Conrad en medio del capitán David Bone y Murhead
         Pese al cuidado del capitán y a que es un viejo lobo de mar, parece haber olvidado que el Nan-Shan se halla “en los mares de la China, durante la época de los tifones”, en una zona donde no son extraños, pues cuando los naturales signos anuncian la cercanía e inminencia de un huracán, no es él quien los olfatea y lee, sino el joven Jukes, el primer oficial, quien a las 20 horas de ese aciago día (un 24 de diciembre, durante la Nochebuena) entra al cuarto de la derrota y apunta en la bitácora en medio del fuerte y exasperante balanceo del barco: “8 p.m. el oleaje aumenta. El buque avanza con esfuerzo y hay agua en las cubiertas. Hicimos bajar a los culíes para pasar allí la noche. El barómetro sigue bajando [...] Quizá no pase nada [piensa...] Todas las apariencias anuncian la proximidad de un tifón.” 

Joseph C0nrad en 1873
        No obstante, no es Jukes quien decide la estrategia para enfrentar el fenómeno cuando ya está encima de ellos soplando y aullando, sino el capitán MacWhirr, quien no accede a dirigir el barco de “proa hacia el este” y desviarlo de su ruta “más de cuatro cuartas”, como propone el joven. Y entre lo que el capitán le esgrime subrayándole que “no todo se encuentra en los libros”, le reafirma: “Un temporal es un temporal, señor Jukes [...] y un vapor de gran potencia tiene que hacerle frente. El mal tiempo que anda golpeteando por el mundo tiene un límite, y lo correcto es atravesarlo sin ninguna de esas ‘estrategias de tormenta’, como el tal capitán Wilson, del Melita, las llama.”

Postura que vuelve a sostener muchas horas después de iniciada la refriega, cuando ya en la madrugada (en las primeras horas del 25 de diciembre) el tifón parece que pasó y en medio de la calma (ente 15 o 20 minutos), en la derrota, colige que se avecina “lo peor”. El capitán le ordena a Jukes que sustituya al timonel, que está rendido, y le indica con la esperanza de “salir al otro lado” (no obstante que el mortal riesgo “será aterrador”): “No deje que nada lo desconcierte [...] Manténgalo de proa a la tempestad. Pueden decir lo que quieran, pero las olas más pesadas corren con el viento. De proa —siempre de proa— esa es la forma de salir al otro lado. Usted es marinero joven. Hágale frente. Eso es bastante para cualquier hombre. Manténgase sereno.”
El capitán MacWhirr, poco oído y mal apreciado en su lejano hogar en Londres (tiene mujer y dos jóvenes hijos, que, si hubieran leído en su carta, se habrían enterado que “entre las 4 y las 6 de la mañana del 25 de diciembre”, “creyó efectivamente que su barco no podría sobrevivir” y que nunca volvería a verlos), y pese a que no es una lumbrera, también es el héroe de otro ciclón que al unísono vive el Nan-Shan
  Resulta que esos 200 culis, trasladados de la cubierta a la bodega del entrepuente de proa para pasar allí la noche en que se desencadena el tifón, precisamente con las fuertes sacudidas y con el brusco vaivén en medio de la tormenta, alguno o varios de sus arcones se rompieron y sus cosas se desparramaron y rodaron y con ellas sus dólares, y comenzó, por éstos, una confusa y convulsiva pelea de todos contra todos, que no se logró controlar hasta que en una incursión por la oscura y estrecha carbonera, la tripulación de blancos —refugiada “en el pasillo de babor, bajo el puente”—, siguiendo la iniciativa del carpintero, con cadenas y cabos, los empujan y amontonan contra el mamparo. Y según reporta Jukes al capitán, quedaron amarrados “por todo el entrepuente”. 
El caso es que Jukes posee prejuicios de megalomanía y xenofobia (síndrome que comparte con los marineros blancos); según él iba a renunciar luego de que la bandera británica fue cambiada por la bandera de Siam (fondo rojo con un elefante blanco en el centro) y parodia, burlándose con jocosidad, el modo de hablar del traductor chino de la compañía Bun-Hin. Así que cuando ya sucedió la segunda embestida del tifón, los hubiera dejado allí, atados bajo cubierta (teme su furia, su fuerza, su número y un posible motín) y quizá sin alimentos (“los chinos no tiene alma”, dice), durante las más o menos 15 horas de navegación que aún les restaban para llegar al puerto de Fu-chau.  
Joseph Conrad en cubierta
          El capitán MacWhirr quizá no sea un xenófobo ortodoxo, pero sí parece compartir ciertos atavismos raciales cuando en la preliminar discusión con Jukes en torno a la llegada del tifón y el modo de confrontarlo, exclama: “¡Los chinos! ¿Por qué no dice las cosas claramente? [...] Jamás he oído hablar de un montón de culíes como si fueran pasajeros. ¡Vaya pasajeros! ¿Qué mosca le ha picado?” Y dado que Jukes quiere mover el barco de “proa hacia el este”, el capitán le debate: “¿Hacia el este? —repitió, rayando en el asombro—. Hacia el... ¿Hacia dónde cree que nos dirigimos? Quiere que desvíe de su rumbo cuatro cuartas a un vapor de gran potencia, ¡para que los chinos estén cómodos!”  

Sin embargo, es el capitán MacWhirr quien en medio de la tempestad, al enterarse de que los chinos pelean por los dólares, ordena, para calmarlos y eludir que la bronca empeore, que Jukes baje y suba el dinero.   Cosa que resulta imposible y no se hace. Y luego, cuando en la madrugada se avecina la segunda arremetida del tifón, equipara, ante Jukes, el destino y la suerte de amarillos y blancos: “Había que hacer lo justo para todos —no son más que chinos— demonios. El buque no está perdido aún. Bastante duro [es] estar encerrado abajo en una tempestad”.
Y cuando ya ocurrió el segundo ataque del fenómeno y Jukes, que pilotó el timón y duerme, de pronto es despertado por el camarero con la alarmante noticia de que el capitán está dejando salir a los chinos: “¡Oh, los está dejando salir! Corra a cubierta, señor, y sálvenos. El jefe de máquinas acaba de bajar corriendo en busca de su revólver.” Así que Jukes, según le narra a un amigo en una carta, “me metí de un salto en los pantalones y volé a la cubierta de proa”. Pero lo hace con otros seis, que van hacia la derrota armados con rifles. “Nos fuimos al ataque, los siete, hacia la derrota. Todo había terminado. Allí estaba el viejo, con sus botas marineras todavía subidas hasta las caderas, y en mangas de camisa; debió acalorarse de tanto pensarlo, supongo. El empleado dandy de Bun-Hin, a su lado, sucio como un barrendero, estaba todavía verde. Comprendí en el acto que me esperaba una buena.
“¿Qué demonios son estas jugarretas, señor Jukes? [...] Por el amor de Dios, señor Jukes [...], quite los rifles a estos hombres. Alguien resultará herido, y pronto, si no lo hace. ¡Maldita sea si este buque no es peor que un manicomio! Ahora fíjese bien. Lo quiero aquí para que me ayude a mí, y al chino de Bun-Hin, a contar ese dinero [...]
Joseph Conrad
Nom de plume de Józef Teodor Konrad Korzeniowski
(Berdyczów, diciembre 3 de 1857-Bishopsbourne, agosto 3 de  1924)
        Y es que el capitán, cuya prerrogativa parece ser aquello de que “Hay cosas sobre las cuales los libros no dicen nada”, después de meditarlo, decidió que “por el bien de los dueños y del nombre del barco: ‘por el bien de todos los interesados’”, incluidos los chinos, decidió contar el dinero y repartirlo entre éstos. “Terminamos la distribución antes del anochecer. Fue todo un espectáculo: las olas eran altas, el buque estaba hecho un desastre, los chinos subían al puente tambaleándose, uno por uno, para recibir su parte, y el viejo, todavía con las botas puestas y en mangas de camisa, atareado pagándoles en la puerta de la derrota, sudando como loco, y de cuando en cuando poniéndose furioso conmigo o con el Padre Rout, por algo que no le parecía bien. Él mismo llevó la parte que les correspondía a los inválidos, a la escotilla número dos. Quedaban tres dólares, y esos los entregó a los tres culíes más malheridos, uno a cada uno. Luego pusimos manos a la obra y sacamos a cubierta, con palas, montones de harapos mojados, toda clase de pedazos de cosas informes, a las que era imposible dar nombre, y dejamos que ellos mismos decidieran a quién pertenecían las cosas.” 



Joseph Conrad, Tifón. Traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville. Colección Fontamara núm. 82, Editorial Fontamara. 1ª ed. mexicana. Tlahuapan, Puebla, 1989. 128 pp.

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