martes, 22 de noviembre de 2016

El sueño del celta



Qué niños son ésos sin primavera

Impresa en “septiembre de 2010”, El sueño del celta (Alfaguara, 2010), la última novela del peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), comenzó a circular en el contexto mediático y global del anuncio y la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura 2010. “Hay cosas más importantes que el Nobel”, dijo. “Mi familia”. No extraña, entonces, que El sueño del celta esté dedicada a sus tres hijos: “Álvaro, Gonzalo y Morgana”, y a sus seis nietos: “Josefina, Leandro, Ariadna, Aitana, Isabella y Anaís”. Y que haya viajado a Estocolmo con toda su familia para el martes 7 de diciembre en la Academia Sueca leer su discurso de recepción (“Elogio de la lectura y la ficción”) —y que se le haya quebrado la voz y llorado al mencionar a Patricia Llosa, su prima hermana y su segunda esposa desde hacía 45 años, el eje afectivo de su propia prole, de él mismo y de su continua creatividad—, y para el viernes 10 de diciembre recibir, en la Sala de Conciertos y de manos de don Carlos Gustavo, Rey de Suecia, el diploma y la medalla de oro con el perfil de Alfred Nobel, y los diez millones de coronas suecas depositados en su cuenta bancaria (quizá en euros o en dólares).
Mario Vargas Llosa y su nieta Anaís rumbo a Estocolmo 
      El sueño del celta comprende quince capítulos articulados en tres partes: “El Congo”, “La Amazonía” e “Irlanda”. Más un “Epílogo” firmado por el autor en “Madrid, 19 de abril de 2010”; y dos páginas de “Reconocimientos” en torno a las personas, viajes, bibliotecas y acervos documentales que incidieron en su investigación para construir y armar la verdad de las mentiras que da sustento a su caudalosa novela, cuya trama urde de manera inextricable y magistral los datos históricos y reales con la conjetura y la imaginación.
Roger Casement poco antes de ser ejecutado en la horca el
3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres
      En el “Epílogo” refiere la póstuma y tardía vindicación de la memoria del irlandés Roger Casement, el protagonista de su novela (ejecutado en la horca el 3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres), pues “Tardó buen tiempo en ser admitido en el panteón de los héroes de la independencia de Irlanda”: “En 1965, el Gobierno inglés de Harold Wilson permitió por fin que los huesos de Casement fueran repatriados. Llegaron a Irlanda en un avión militar y recibieron homenajes públicos el 23 de febrero de ese año. Estuvieron expuestos cuatro días en una capilla ardiente de la Garrison Church of the Saved Herat como los de un héroe. Una concurrencia multitudinaria calculada en varios cientos de miles de personas desfiló por ella a presentarle sus respetos. Hubo un cortejo militar hacia la Pro-Catedral y se le rindieron honores militares frente al histórico edificio de Correos, cuartel general del Alzamiento de 1916, antes de llevar su ataúd al cementerio de Glasnevin, donde fue enterrado en una mañana lluviosa y gris. Para pronunciar el discurso de homenaje, don Éamon de Valera, el primer presidente de Irlanda, combatiente destacado de la insurrección de 1916 y amigo de Roger Casement, se levantó de su lecho agonizante y dijo esas palabras emotivas con que se suele despedir a los grandes hombres.”
El sueño del celta, la novela de Mario Vargas Llosa, también es una vindicación de la memoria y del legado de Roger Casement (pero no una beatificación marmórea) y de su itinerario aventurero, legendario y novelesco, y al unísono un artilugio narrativo que reconstruye e imagina los entornos humanos, geográficos, sociales y políticos, y los entresijos, duplicidades y contradicciones en su tarea humanitaria, anticolonialista y defensora de las vidas y derechos de los nativos en dos ámbitos distintos donde se extrae el caucho: en el Congo bajo el torturador y exterminador yugo de Leopoldo II, Rey de Bélgica y dueño del Estado Libre del Congo entre 1885 y 1909; y en la Amazonía peruana sometida, entre 1897 y 1913, al sanguinario abuso, tortura y masacre de una compañía británica que desde Londres acaudilla, con múltiples hilos de corrupción y deshumanización, el cacique peruano Julio César Arana. Y por último, su papel (humanitario, nacionalista, conspirativo y obnubilado) para incidir en la lucha armada por la independencia cultural y política de Irlanda. Todo urdido entre las peculiaridades y antagonismos de su persona y personalidad, como es su origen familiar (anglicano por el lado paterno y católico por el materno); las amistades que cultiva y con quienes dialoga; su doble vida de cónsul inglés al servicio de los intereses de la Corona y acérrimo activista proirlandés y antibritánico; las zonas oscuras y fantasiosas de su índole homosexual (reflejadas en sus diarios) que no implicaron la correspondida vivencia de una relación amorosa; las enfermedades que van minando su salud; y las reflexiones en torno al Alzamiento, a sus amigos, a su madre, a Dios, a la fe católica y al miedo a la muerte. 
El sueño del celta traza un círculo a través de una estructura narrativa recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, cuyo seminal modelo parte de William Faulkner, en particular de Las palmeras salvajes (1939) —donde se narran dos historias paralelas (“Palmeras salvajes” y “El Viejo”)—, la primera novela que el joven Mario leyó de él, leída por primera vez en la legendaria traducción de Borges (Sudamericana, 1944), luego fue leyendo las demás durante sus años universitarios, lo que le “hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original”, dice en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993). Así, en El sueño del celta, de un modo alterno y entreverado, oscilando del presente al pasado y viceversa, la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta dos historias que son la misma historia. Es decir, en la serie de capítulos impares (I, III, V, VII, IX, XI, XIII y XV) se relatan los últimos días de Roger Casement en la prisión de Pentonville (fue detenido el Viernes Santo 21 de abril de 1916, día que desembarcó en Tralee Bay, y sentenciado a la pena capital a fines de junio) hasta el susodicho día que fue ahorcado “por alta traición” a Gran Bretaña (había sido cónsul inglés, condecorado y hecho noble por sus trascendentales servicios a la monarquía de George V: el Informe del Congo y el Informe del Putumayo. Mientras que en los capítulos pares (II, IV, VI, VIII, X, XII y XIV) la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta los pormenores de la biografía de Roger Casement, desde su “nacimiento, el 1 de septiembre de 1864, en Doyle’s Cottage, Lawson Terrace, en el suburbio Sandycove de Dublín”, hasta los episodios de sus conflictivos y desoladores dieciocho meses en una Alemania inmersa en la Gran Guerra que diezma y destruye a Europa, donde trata de formar la independentista Brigada Irlandesa entre los dos mil doscientos presos irlandeses recluidos en el campo de Limburg, pero por el hecho de que son militares reclutados por el ejército inglés y prisioneros de un enemigo de Gran Bretaña que mató y gaseó a sus compañeros en las trincheras de Bélgica, sólo logra agrupar a cincuenta y tres brigadistas, despreciados y marginados en el campo de Zossen. Pero también negocia que el país del Káiser, que primero admira y luego odia, facilite armas y municiones para las organizaciones clandestinas (y no) que planean un levantamiento armado en Irlanda que, piensa, sólo tendría éxito, liberándola, si Alemania al unísono guerrea con ellos contra el Imperio británico; cuyo punto culminante se dispara cuando en un hospital de Baviera le informan que el inminente Alzamiento de Semana Santa se llevará a cabo, pese a su oposición, y por ende se embarca en un submarino alemán U-19 que los deja (a él, al capitán Robert Monteith y al sargento Daniel Julian Bailey) en las inmediaciones de Tralee Bay (donde Roger Casement, en las ruinas del MacKenna’s Fort, fue detenido el susodicho Viernes Santo 21 de abril de 1916), mientras los “veinte mil rifles, diez ametralladoras y cinco millones de municiones” llegaron al mismo tiempo en un buque camuflado con bandera noruega, pero nadie estuvo allí para recogerlas y distribuirlas.
Roger Casement viajó al Congo siendo un jovenzuelo de veinte años que creía en el supuesto papel civilizador de los colonizadores. Y allí, durante casi dos décadas deambulando en el pesadillesco y terrorífico corazón de las tinieblas de la extracción del caucho, conoció a fondo el genocida y deshumanizado rostro del predador poder que impera y expolia a los aborígenes colonizados (“no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”), y por reflejo y contraste allí descubrió su entrañable e inequívoca identidad irlandesa, el germen del “sueño del celta”: una Irlanda libre, autónoma, culta e independiente del Imperio británico. 
En Iquitos y en el Putumayo peruano, donde la esclavitud dizque está abolida desde 1854, al observar y meditar en torno a los abusos, injusticias, torturas, explotación y exterminio de los indios, y en torno a la fobia y el miedo que les impide enfrentarse a los armados hombres que los cazan, someten, esclavizan, manipulan, flagelan, torturan y asesinan, colige que la rebelión armada es la única vía para que Irlanda se libere e independice de Gran Bretaña y por ende se propone destinar a ello todo su trabajo y todas sus fuerzas.  
Roger Casement
(1864-1916)
Obviamente el heroico y patriótico “Sueño del celta” —que también es el título de “un largo poema épico” “sobre el pasado mítico de Irlanda” que escribió “en septiembre de 1906” (con su duplicidad de cónsul inglés y activista antibritánico)— sólo se quedó en un atisbo en ciernes; pero sin embargo vivió unos instantes de gloria, simbólicos y seminales, sin duda. “No había errado pensado que era una equivocación alzarse en armas sin una acción militar alemana simultánea [reflexiona en su celda de Pentonville], pero no se alegraba por ello. Hubiera preferido equivocarse. Y haber estado allí, con esos insensatos, el centenar de Voluntarios que en la madrugada del 24 de abril capturaron la Oficina de Correos de Sackville Street, [...] oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el ‘sueño del celta’ se hizo realidad: Irlanda emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente.” 
Vislumbre onírico, evanescente y exultante que Alice Stopford Green, su amiga y mentora, también bosqueja en la última visita que le hace en la prisión de Pentonville: “Por unas horas, por unos días, toda una semana, Irlanda fue un país libre, querido [...] Una República independiente y soberana, con un presidente y un Gobierno Provisional [...] Patrick Pearse salió de la Oficina de Correos y, desde las gradas de la explanada, leyó la Declaración de Independencia y la creación del Gobierno Constitucional de la República de Irlanda, firmada por los siete.” [...] “mientras Pearse leía la Declaración de Independencia, muchas banderas republicanas irlandesas se habían izado en los techos de la Oficina de Correos, del Liberty Hall y, luego, vio las fotos de los edificios ocupados por los rebeldes de Dublín como el Hotel Metropole y el Hotel Imperial con banderas que el viento remecía en las ventanas y parapetos, había sentido que se le cerraba la garganta. Aquello tenía que haber provocado una felicidad ilimitada en quienes lo vieron […]”
Hubo en ello, al parecer, un claro afán de sacrificio, de convertirse en mártires de una rebelión armada que sabían perdida de antemano, y en consecuencia en simientes de una piedra angular y fundacional que debía multiplicarse, según le hizo ver a Roger Casement el joven Joseph Plunkett, delegado de los Voluntarios y del Irish Republican Brotherhood, quien lo visitó en Berlín, en abril de 1915, para insistirle en el envío de las armas y municiones y en la participación de Alemania en el ataque. “Hay algo que usted no ha entendido, me parece [le dijo a Roger]. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?”.


Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. Alfaguara. México, septiembre de 2010. 504 pp.




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