domingo, 25 de noviembre de 2012

El hombre que miraba pasar los trenes



               De cómo lo imposible salta de repente
                   los diques de la vida cotidiana

Los habitantes de Groninga (un pequeño puerto de Holanda) viven sujetos a rancias y apolilladas costumbres y atavismos conservadores, decimonónicos, católicos y moralistas. Allí opera la empresa naviera de Julius de Coster el Joven, que en Zoon es la principal, tanto en Groninga, como en toda la Frisia neerlandesa. El primer empleado y encargado es Kees Popinga, el protagonista de El hombre que miraba pasar los trenes, novela del legendario Georges Simenon (1903-1989), cuya primera edición en francés data de 1938.

Georges Simenon
(1903-1989)
     Kees Popinga, de 40 años, ostenta su flamante titulito de capitán de la Marina Mercante, pese a que nunca ha navegado como tal. Habla el holandés, el inglés, el francés y el alemán. Durante 16 años (siempre como lo dictan las buenas costumbres, la moral y las leyes) ha pretendido ser un buen esposo, un buen padre y un excelente trabajador. Bajo tales preceptos y prerrogativas siempre ha buscado elegir las cosas de mejor calidad: la mejor esposa, la mejor casa, el mejor barrio, la mejor estufa, la mejor bicicleta, los mejores hijos, los mejores puros, el mejor club de ajedrez. 
Pero el subrepticio y secreto meollo de toda esa carátula y maquillaje es que oculto en el rincón de una permanente abulia e incapaz de amar y comunicarse con nadie, siempre está tratando de convencerse a sí mismo de la excelencia de sus principios, de su buena conducta y de las cosas que obtiene con el sudor de su frente. 
Un día de diciembre, en medio de la atmósfera navideña, al ir al Wilhelmine Canal para verificar el cumplimiento de los suministros del Océano III, se encuentra con que ciertas provisiones no han sido entregadas. Con vergüenza y alarma ante lo que ocurre, busca a Julius de Coster. No lo halla en su casa, pero sí lo reconoce en el Petit Saint Georges, el más vergüning entre los vergünings, es decir, el cafetín de más baja estofa, al que ni el mismo Kees Popinga se atrevería a entrar. 
Julius de Coster el Joven se rasuró la barba (la más glacial de Groninga), viste otras ropas y en un atado esconde su clásica indumentaria negra, tan flemática y célebre, como sus andares y su sombrero negro, entre hongo y chistera. Ingiere ginebra e invita a Kees Popinga a que beba con él, mientras le confiesa que al día siguiente la empresa será declarada en quiebra fraudulenta y que a él lo buscará la policía, pero que antes de fugarse simulará un suicidio al lanzar su recurrente y reconocible atavío al Wilhelmine Canal. 
Julius de Coster el Joven le hace ver a Kees Popinga que siempre fue un empleado fiel, pero imbécil, al no percatarse de lo negro y sucio del negocio, cuya pestilencia y miasmas ya eran añejas. Más aún, le dice que el viejo de 83 años, su padre, el fundador de la empresa, hizo su rutilante fortuna traficando municiones estropeadas para la guerra de Transvaal, las cuales adquiría a bajo precio en Bélgica y Alemania. Julius le da a Kees 500 florines para que afronte el derrumbe (no podrá seguir pagando la casa ni el coste de su vida) y se despide al abordar, con boleto de tercera, uno de esos trenes nocturnos, sórdidos y silenciosos que tanto atraen y seducen a Kees Popinga.
     La inesperada revelación de Julius de Coster destapa la cloaca: ese establishment no es más que el disfraz y el maquillaje que camuflan el nauseabundo trasfondo de la “moral” burguesa que impera allí. “Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa categoría de personas que pueden permitírselo todo porque poseen dinero y cinismo”, apunta Kees Popinga en una carta, pensando en Julius de Coster el Joven, su arquetipo, el que siempre hizo lo que él siempre tuvo ganas de hacer: una empresa con rostro respetable y doble moral, al que si bien (es parte del síndrome) su esposa lo engañaba con uno de los dizque inmaculados miembros del club de ajedrez (precisamente desde una sacrosanta y honorable Nochebuena), Julius, en contra partida, acudía a una casa de citas y sostenía, en Groninga, a una bella bailarina de vestidos llamativos: la Pamela, a quien luego instaló en el Carlton, en Ámsterdam, donde además de ésta se daba el lujo de ver (al mismo tiempo) a otras “amigas”.
      La confesión de Julius de Coster el Joven y las circunstancias personales y psíquicas de Kees Popinga hacen mella. Opta por lo que siempre deseó: entre la mujer de Julius y la Pamela, se decide por ésta. Toma entonces un tren, que para él —que siempre se aburría de noche y en medio de la rutina y de la simulación doméstica de cada tarde—, al oírlos alejarse, le transmitían e impregnaban un dejo de angustia y nostalgia que le hacían pensar cosas viciosas y promiscuas en los oscuros compartimientos, pero también en los viajeros que se van para siempre y nunca regresan a lo insulso y vacuo de su gris y chata cotidianidad. 
Así, se dirige a Ámsterdam con la intención de ver y seducir a la Pamela; pero ésta se ríe de él y Kees la asesina, quizá sin proponérselo. Toma un tren nocturno y se marcha a París.
(Tusquets, México, 1993)
      A partir de su partida de Groninga y del súbito asesinato, Kees Popinga, que registra su itinerario en un cuadernillo, se convierte en un prófugo de la maleable y sobornable justicia, al que los periódicos amarillistas llaman el sátiro de Ámsterdam, loco y paranoico; pero también se convierte en un solitario que huye del Kees Popinga, “conservador” y “responsable” que, en el fondo, nunca quiso ser. 
Así, la novela de Georges Simenon tiene un matiz psicológico y psicótico. El lector asiste a las andanzas en París de Kees Popinga: restaurantes, brasseries, bistrots, boîtes, hoteles, prostitutas, calles, avenidas, sitios célebres como Montmartre y el río Sena; al instante en que conoce a Jeanne Rozier y al momento en que atenta contra ella; cuando conoce a Louis, el gigoló de ésta y jefe de la “banda Juvisy”, una pandilla de robacoches con la que Kees actúa; al taller de autos de Goin y su hermana Rose; a la partida de ajedrez contra dos estudiantes en la que Kees Popinga se dice a sí mismo que es un estratega y un campeón sin igual; a las cartas que le escribe al comisario Lucas y a otras que destina a los periódicos y en las que, según él, cuenta episodios de su vida y desmiente lo que se le atribuye. Pero sobre todo el lector asiste a su naufragio interior, a sus delirios megalómanos, a sus manías, fobias y antagonismos. 
En Groninga, su megalomanía se limitaba a proveerse del mejor aburguesamiento, según sus prejuicios y alcances. En París, en cambio, su delirio se exacerba y desborda. En sus notas del cuadernillo, en lo que escribe para los periódicos, en sus cavilaciones y contradicciones, afirma y da por hecho, que nadie es más fuerte e inteligente que él. Y ante el rastreo que encabeza el comisario Lucas, Kees Popinga supone que contra éste y contra el mundo, juega una especie de ajedrez, del que él, sin duda, es el mejor estratega y el mejor jugador. 
Sin embargo, sus propios actos empiezan a revelar que no pasa de ser un simple aficionado, un tipo perseguido y acosado por sus fobias y fantasías más íntimas, por sus propias trampas paranoides. Así, casi al final, luego de que un carterista famoso en toda Europa lo deja sin un franco, no se atreve a robar el dinero que necesita para sobrevivir y ni siquiera a sustraer la ropa de un clochard tirado en la calle, cosas que le hubieran servido para ocultarse por un tiempo; sin embargo, pese a sus delirantes vaivenes, en los que ya se aterra, ya se da ánimos, siempre supone que no pierde la partida. Y esto sigue suponiendo a pesar de que termina atrapado por la policía y luego en un manicomio parisino en el que lo manosean e interrogan y en el que más tarde lo exhiben ante un grupo de especialistas, mientras un siquiatra, que lo mueve y señala, dicta una conferencia como si se tratara de un estrambótico bicho, un conejillo de Indias o un monstruo de circo o de feria, quizá a imagen y semejanza del legendario y patético hombre elefante. 
Ya en Holanda, en otro manicomio, continúa sin decir una palabra sobre su caso, su dizque triunfo silencioso (cuasi síndrome de Bartleby el escribiente), que no es otra cosa que la mórbida obstinación, el rechazo y la fobia con que se niega a volver a ser el Kees Popinga, gris y conservador que siempre fue. 
Allí recibe las visitas de su mujer. Y dizque en un cuaderno se ha propuesto escribir “La verdad sobre el caso de Kees Popinga”, sus memorias, pero fuera del título no escribe nada (“preferiría no hacerlo”, podría decir). 
Tiempo después el siquiatra que lo atiende, al ver las páginas en blanco, parece preguntarle la razón de ello y Kees contesta: “No existe la verdad, ¿no le parece?” Respuesta que no riñe con los dobleces y equívocos de las distintas versiones de un mismo suceso o crimen, pues todo parece indicar que la verdad de un caso se escurre y esfuma entre las diferentes perspectivas y coartadas, todas convincentes o más o menos persuasivas, al parecer, precisamente como se plantea en Rashomon (1950), el célebre filme de Akira Kurosawa basado en dos narraciones de Ryunosuke Akutagawa: “En un bosque” y “El pórtico de Rashomon”.
Además de que la traducción al español de Emma Calatayud es verdaderamente amena, rítmica y envolvente y salpimentada de palabras en francés, cada uno de los doce capítulos de El hombre que miraba pasar los trenes, la novela de Georges Simenon, está precedido, en cursivas, por un cantarín, irónico y espléndido preludio de resonancias quijotescas; por ejemplo: “De cómo Julius de Coster se emborracha en el Petit Saint Georges y de cómo lo imposible salta de repente los diques de la vida cotidiana”; “De cómo Kees Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela”; “De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza”; y “De cómo Kees Popinga supo que un traje de vagabundo cuesta unos sesenta francos y de cómo prefirió quedarse desnudo”. 


Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes. Traducción del francés al español de Emma Calatayud. Colección Andanzas (200), Tusquets Editores. México, 1993. 232 pp.



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