sábado, 1 de julio de 2017

Máscaras



Todos usamos máscaras


Firmada en “Mantilla, 1994-1995”, Máscaras, novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), además de que en España obtuvo el “Premio Café Gijón de Novela 1995, convocado por el Ayuntamiento de Gijón y patrocinado por la Caja de Asturias”, ha sido traducida al francés, al italiano y al alemán. Máscaras apareció por primera vez en Barcelona, en febrero de 1997, impreso por Tusquets Editores con el número 292 de la Colección Andanzas; y es el primero de sus libros publicados por tal editorial. Máscaras (1997)  —con Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001)—, integra la tetralogía de novelas policíacas “Las cuatro estaciones” (ubicadas en Cuba, en 1989), protagonizadas por el teniente Mario Conde, quien también es protagonista en La neblina del ayer (2005), en Adiós, Hemingway (2006), en La cola de la serpiente (2011) y en Herejes (2013).

Leonardo Padura
  La investigación detectivesca que el teniente Mario Conde encabeza en Máscaras apenas comprende cuatro calurosos días de verano en la capital de Cuba: entre el jueves 7 de agosto de 1989, cuando en Bosque de La Habana se descubre el cadáver de un travesti asesinado el día anterior, y el domingo 10 de agosto de 1989, día en que se desvela la identidad del asesino. No obstante, la serie de anécdotas y digresiones, aunadas a lo que concierne a la vida íntima, amatoria y personal de Mario Conde y a varios de sus entrañables compinches (en este caso: Candito el Rojo, y el Flaco Carlos y su madre Josefina), trazan un esbozo que es una auscultación crítica sobre los delitos, las carencias, las diferencias de clase, las restricciones y represiones hacia la cultura y las libertades individuales (incluido el pensamiento y la preferencia sexual de los homosexuales), y por ende sobre los antagonismos y prohibiciones en el entorno social, económico, político y cultural de la empobrecida isla de Cuba signada por el socialismo prosoviético adoptado por la imperativa y dictatorial Revolución Cubana.
Contraportada
        Si la pesquisa por la muerte de Alexis Arayán Rodríguez, el travesti asesinado en Bosque de La Habana, revela que es hijo de “Faustino Arayán, último representante cubano en la Unicef, diplomático de largas misiones” y “personaje de altas esferas”, y que su deceso por asfixia es un crimen del fuero común (cometido por un funcionario enmascarado en su alta y privilegiada posición política y social), la indagación detectivesca pone al descubierto, ante la intrínseca memoria y la íntima reflexión del policía Mario Conde (y por ende ante los ojos del lector), el carácter represivo, policíaco e intolerante del régimen dizque “socialista” y antidemocrático que ha gobernado la isla de Cuba. 
Mientras el teniente Mario Conde y su auxiliar el sargento Manuel Palacios vestidos de civil investigan el asesinato de Alexis, en el interior de la Central de Policía, precedida por el mayor Antonio Rangel, se sucede una averiguación realizada por un poder policíaco alterno y paralelo: Investigaciones Internas, cuyos agentes (“vestidos con traje de campaña, sin grados en los hombros”) indagan y escrutan vida y milagros de cada policía sospechoso. Pese a sus más de diez años de policía y a que el mayor Rangel lo considera “su mejor hombre” del Departamento de Homicidios y “confiaba en él”, el Conde no puede eludir una “molesta sensación de miedo”. Por ende, además de pesadillas, ante el Flaco Carlos elucubra sobre su inminente jubilación a sus 35 años de edad; a Candito el Rojo, quien después de abandonar “el negocio de hacer zapatos” (quizá con piel robada), oculto en un miserable y hacinado vecindario regentea un barcito clandestino, le pide que lo desmonte y que se deshaga de la mulatica la Cuqui; con Manuel Palacios comenta que lo interrogarán sobre él; y el propio Conde consulta al mayor Rangel, quien también se siente y se ve investigado. No obstante, nada hay contra ellos y el único que resulta suspendido por Investigaciones Internas y luego preso por múltiples corruptelas y fechorías (“tráfico de divisas, soborno e investigaciones trucadas”, “extorsión y contrabando”) es el “capitán Jesús Contreras, jefe del departamento del Tráfico de Divisas de la Central”, con “veinte años de policía”, a quien Mario Conde, por su máscara de gordinflón bonachón, tenía por “su amigo”, “uno de los mejores policías que había conocido”.
La investigación del asesinato de Alexis Arayán conduce a Mario Conde hasta la astrosa casona donde subsiste el proscrito Alberto Marqués, un legendario homosexual, otrora reputado dramaturgo y director teatral, en cuyo domicilio vivía Alexis tras las sucesivas discrepancias padecidas en su mansión familiar, sobre todo ante su padre, el diplomático encumbrado desde el triunfo de la Revolución.
Alberto Marqués le revela a Mario Conde que el vestido rojo que llevaba puesto Alexis en el momento de su estrangulamiento con una banda de seda roja de la cintura es el viejo vestuario que el dramaturgo diseñó, en París —una insomne noche de abril de 1969—, para la protagonista homónima de su montaje de Electra Garrigó, el libreto teatral de Virgilio Piñera, luego de que durante una correría nocturna con un par de gays cubanos (el Recio y el Otro Muchacho), vieron, desde un restaurante griego en Montparnasse, la magnética, furtiva y vaporosa imagen de un travesti vestido de rojo. Tal dato y otros que le confiesa y expone Marqués sobre la personalidad de Alexis y su amistad con él, inciden en el curso que toma la investigación. Pero paralelamente, además de prestarle El rostro y la máscara, el libro escrito por el Recio, que tal vez le dé “algunas claves de lo que había sucedido” y ciertas luces “sobre el mundo oscuro de la homosexualidad”, lo lleva a una breve y efímera incursión por los subterráneos meandros de ciertos homosexuales y travestis de La Habana; y le cuenta, en varios encuentros, los culteranos y sarcásticos episodios de esa período en París, el último vivido allí, y que a la postre significó el preámbulo de su proscripción en Cuba (y del mundo), pues la idea de su transgresora y provocativa versión de Electra Garrigó se completó, cuando a la siguiente noche del diseño del susodicho vestido de la protagonista, los tres lindos cubanos, en el cabaret Les femmes, en el Barrio Latino, vieron actuar a toda una variedad de travestis. 
A partir de tal estancia parisina, y ya en Cuba, comenzó a pergeñar, con actores travestidos, lo que iba ser su apoteósico montaje de Electra Garrigó, que debía estrenarse “en La Habana y en el Teatro de las Naciones de París en 1971”. Pero ya avanzado el trabajo, Marqués, tal año, fue “parametrado”; es decir, en el coercitivo régimen del realismo socialista, de la intolerancia, del terror y del castigo a la homosexualidad, fue sometido a un juicio que lo expulsó “de la asociación de teatristas” y del grupo de teatro que él fundara y diera nombre. En el proceso, allí en el teatro, “de los veintiséis presentes, veinticuatro alzaron la mano, pidiendo mi expulsión” —le dice al Conde— “y dos, sólo dos, no pudieron resistir aquello y salieron del teatro”. Y después de exhibir su incapacidad proletaria en una fábrica a la que fue remitido (para que se purificara “con el contacto de la clase obrera”, dice), lo “pusieron a trabajar en una biblioteca pequeñita que está en Marianao, clasificando libros”. Y allí ha estado, castrando a Cronos, vil ratón de biblioteca que a veces, le confiesa al poli, se roba libros y los atesora en la biblioteca de su casona, como El Paraíso perdido, de Milton, con ilustraciones de Gustav Doré. 
La represión urdida contra Marqués le recuerda al policía —que es un escritor frustrado—, la vivida por él mismo cuando a sus 16 años, en 1971, era alumno del Pre de La Víbora y pergeñó su primer relato: “Su pobre cuento se titulaba ‘Domingos’ y fue escogido para figurar en el número cero de La Viboreña, la revista del taller literario del Pre. El cuento relataba una historia simple, que el Conde conocía muy bien: su experiencia inolvidable, cada despertar de domingo, cuando su madre lo obligaba a asistir a la iglesia del barrio, mientras el resto de sus amigos disfrutaba la única mañana libre jugando pelota en la esquina de la casa. El Conde quiso hablar, así, de la represión que conocía, o al menos de la que él mismo había sufrido en los tiempos más remotos de su educación sentimental, aunque, mientras lo escribía no se formuló el tema en esos términos precisos. Lo frustrante, sin embargo, fue la represión que desató aquella revista que nunca llegó al número uno —y dentro de ella, también su cuento—. Cada que vez que lo recuerda, el Conde recupera una vergüenza lejana pero imborrable, muy propia, toda suya, que lo invade físicamente: siente un sopor maligno, unos deseos asfixiantes de gritar lo que no gritó el día en que los reunieron para clausurar la revista y el taller, acusándolos de escribir relatos idealistas, poemas evasivos, críticas inadmisibles, historias ajenas a las necesidades actuales del país, enfrascado en la construcción de un hombre nuevo y una sociedad nueva”.
La información que el Conde tiene del Marqués se completa y contrasta con la que le brinda Miki Cara de Jeva en la burocrática y oficialista Unión de Escritores (obvia y elusiva alusión a la consabida UNEAC). Por Miki se entera que después de una década de proscripción, Marqués fue reivindicado, pero optó por seguir en la sombra y en el silencio y sin buscar irse de la isla. Por todo ello ahora lo admiran y catalogan de paladín de la resistencia, de la dignidad y el orgullo.
 
Colección Andanzas núm. 292, Tusquets Editores
Barcelona, mayo de 2005
        El contacto con el culto Marqués y su historia, reviven en el Conde su adormecido anhelo de ser escritor y casi de un tirón escribe un cuento (se lee en el libro) que le celebran el Flaco Carlos con su afición al ron y su madre Josefina con sus delirios culinarios; y que además lo aprueba el propio Marqués cuando en su casona se lo enseña el domingo 10 de agosto de 1989, ya descubierta por el policía la identidad del asesino de Alexis. Entonces, dado que el Marqués dice admirar al Conde tanto por escritor como por detective, le brinda dos revelaciones más. Una: su secreta obra escrita durante los años de silencio y marginalidad subterránea: “ocho obras de teatro” y “un ensayo de trescientas páginas sobre la recreación de los mitos griegos en el teatro occidental del siglo XX”, que resguarda, en su vasta biblioteca, dentro de “una carpeta roja, atada con cintas que alguna vez fueron blancas y ahora lucían varias capas de suciedad.” “No me dejaron publicar ni dirigir, pero nadie me podía impedir que escribiera y que pensara”, le dice casi como una declaración de principios. La otra: el secreto móvil del crimen (que se aúna al retorcido hecho de que todo indica que Alexis se dejó asfixiar, es decir, buscó que el asesino lo matara vestido de mujer, él, que en su vida cotidiana era gay, católico y potencial suicida, pero no travesti). Según Marqués, Alexis confrontó a su asesino con el hecho de que sabía que en 1959 había falsificado unos documentos y que con “un par de testigos falsos” que atestiguaron que “había luchado en la clandestinidad contra Batista”, “se montó [con altos vuelos] en el carro de la Revolución”. 


Leonardo Padura, Máscaras. Colección Andanzas (292), Tusquets Editores. 3ª edición. Barcelona, mayo de 2005. 240 pp. 


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